En los últimos días se han presentado dos investigaciones en las que se analiza lo que algunos expertos llaman el hambre emocional. Se refiere a ese impulso que a veces tenemos de comer sin que biológicamente exista la necesidad de hacerlo, lo que comúnmente se conoce como atracón.

Las consecuencias son nefastas para la salud, pero pocos son los que alguna vez no han podido sustraerse a comer mucho más allá de lo razonable bien sea por estrés, angustia o simplemente porque nos apasiona un alimento y no somos capaces de parar de comerlo aunque estemos saciados.

El primero de los estudios ha sido llevado a cabo por expertos de la Escuela de Medicina de la Universidad de Carolina del Norte, en Estados Unidos. La investigación ha sido recogida por la publicación Neuron y concluye que existe un circuito en el cerebro que tiene su origen en la amígdala central –región que controla las emociones– y que estimula a las personas a seguir comiendo alimentos sabrosos a pesar de que se hayan satisfecho sus necesidades energéticas básicas.

Este circuito o comunicación entre neuronas se originó en la especie humana hace miles de años, cuando los alimentos eran escasos y era mejor alimentarse en abundancia porque no se sabía cuando se podría volver a comer. Sin embargo, ese instinto que era tan útil en épocas de escasez y que, entre otras cosas provocaba que nuestro cerebro percibiera como sabrosos aquellos alimentos más calóricos, es completamente contraproducente hoy en día en una sociedad con tanta sobreabundancia en la alimentación.

La segunda investigación ha sido publicada por la revista Cell Metabolism y la han acometido científicos del Instituto de Investigación Médica Garvan en Darlinghurst (Australia).  El estudio, desarrollado en ratones, analiza la relación entre estrés y alimentación. Los resultados también indican que la amígdala central tiene un papel fundamental en el procesamiento emocional de la alimentación.

En este sentido, los investigadores descubrieron que cuando los ratones estaban estresados durante un periodo prolongado, y se ponían a su disposición alimentos con alto contenido calórico, se volvían obesos más rápidamente que los que consumían el mismo alimento en un ambiente libre de estrés. La responsable de esta circunstancia es una molécula llamada NPY, que el cerebro produce el de forma natural cuando se produce una situación estresante y que estimula la ingesta de alimentos ricos en calorías.

Los expertos probaron a desactivar la producción de NPY en la amígdala y descubrieron que el aumento de peso en una dieta hipercalórica con estrés era igual al aumento de peso en una situación sin estrés. La explicación parece estar en las células nerviosas que producen la molécula NPY, pues contienen receptores para la insulina, una hormona que produce el páncreas que ayuda al cuerpo a regular los niveles de glucosa y que envía al cerebro la sensación de saciedad. 

En un periodo de estrés en el que se llevaba a cabo una dieta alta en calorías, los niveles de esta hormona se volvieron diez veces más altos que cuando no se producía la situación estresante y la señal de saciedad dejó de ser eficaz. Los altos niveles de insulina provocaron a su vez que aumentaran los niveles de NPY, con lo que se produce un círculo vicioso que hace que con el estrés exista un menor control para parar de comer, se vuelvan más apetecibles los alimentos calóricos y, además, se incrementen las posibilidades de subir de peso.

En definitiva, el abordaje de los atracones de comida es mucho más complejo de lo que puede parecer en un principio, y por eso desde la ciencia se está intentando dar respuesta a este comportamiento y encontrar la solución que permita hacerle frente.