Vaya un aviso por delante. En esta montaña rusa de estados de ánimo por el que llevamos pasando estas semanas, hoy me he levantado ingenuo. Sí, casi inocente, como si tuviera necesidad de creer que en medio de la resaca que se avecina sabremos resolver algunas de las cuestiones más enquistadas que nos han llevado tanto tiempo y energía antes de que el coronavirus entrara literalmente en nuestras vidas.

Atribuyen a Albert Einstein tantas sentencias que resulta imposible saber en qué términos exactos las formuló, pero sí es cierto que dio muchas pistas sobre el método para solucionar los problemas. La más conocida quizás sea esa que viene a decir que si buscas resultados distintos no hagas siempre lo mismo. Si añadimos que el genial físico recomendaba dedicar mucho más tiempo a estudiar el problema que a su resolución o que, finalmente, se solucionaría formulándolo de manera distinta a cuando se creó, ya tenemos una buena base para las tareas pendientes.

Aprovechemos este obligado interludio para reflexionar sobre, digamos, el conflicto territorial que cíclicamente sacude al Estado español, o la corrupción, o o las desigualdades de un sistema que perdona al poderoso y persigue con saña al débil y así una larga lista de cuestiones pendientes que, aparcadas por la urgencia sanitaria, no desaparecen.

Algo concreto. Tomemos la cuestión nacional irresuelta en Catalunya, en Euskadi y en España; repensemos si están bien formulados los principios que cada parte da por hecho: que somos naciones con derecho absoluto a ser independientes, por un lado, y que España es indivisible en su actual concepción y puede ejercer la fuerza necesaria para evitar una ruptura. Bajemos aún más al detalle: preguntémonos qué salió mal en el otoño de 2017 cuando ni el independentismo catalán logró plenamente su objetivo ni España (entiéndase el Estado, no los españoles) resolvió un problema de profunda raíz política con su represión, intervención, persecución ideológica y encarcelamiento de líderes cuyo delito fue ser consecuentes a los mandatos populares.

Esa “nueva realidad” no resolverá viejos problemas salvo que venga acompañada de novedosas formas de abordarlos

En Euskadi llevamos cuatro décadas para cumplir un Estatuto ampliamente respaldado por la ciudadanía vasca y permanentemente saboteado (LOAPA, recursos al Tribunal Constitucional, negativa a traspaso competencial, etc.). Se ha instalado un “se negocia cuando se puede” (cuando se precisan de mayorías en el Congreso) cuyos efectos prácticos no niego pero que auguran nuevos problemas cada vez que en la Moncloa se instale un centralista (un poco más de lo normal, quiero decir).

Y en España, mientras, el “mando único” es jaleado de manera general, como si este periodo de estado de alarma hubiera devuelto a su ser la España que nunca debió de ceder a las aspiraciones nacionales de gran parte de catalanes y vascos. Y ahí se encuentran cómodos todos: desde la izquierda en sus múltiples variantes hasta la derecha golpista.

Si no somos capaces de innovar de manera disruptiva, de romper los moldes en los que venimos manejándonos de forma mecánica, de pensar qué podemos hacer desde nuestra posición para comprender al de enfrente, de tratarlo como cómplice en la solución y no como enemigo a batir, sospecho que estaremos desaprovechando una buena ocasión. Esa “nueva realidad” no resolverá viejos problemas salvo que venga acompañada de novedosas formas de abordarlos.

Y cuando escribo estas líneas compruebo que hay otros asuntos que siendo un problema evidente no requerirán más que un ligero empujón y no deberíamos perder tiempo en ello: la monarquía española podrida de corrupción sigue dando noticias evidentes de decadencia. Dejemos que se cueza en su salsa suiza y vayamos pensando en lo importante.