No sé quién decidió por primera vez que el verano tenía que parecer un anuncio de colonia, pero seguro de que no había ido nunca a coger manzanas o a hacer de paleta bajo el sol de julio. Cada año, cuando llega esta época, me doy cuenta de que las ilusiones que nos hacemos nosotros mismos son siempre más poderosas que la realidad, y la tele me lo recuerda. Quizás es por eso, también, que es solo en verano cuando los periódicos se atreven a publicar más piezas atemporales que no teletipos que caducarán dentro de dos días. El problema es que aquello que podría considerarse periodismo literario, desgraciadamente, se acaba bautizando como 'contenido refrescante', como si hablar de unos calamares a la romana con una cerveza delante del mar fuera una cosa menor, más propia de quién lee como si lamiera un Calippo que no de quién encuentra el elixir contra la canícula en los párrafos que Josep M. de Sagarra escribió en L'aperitiu.
Por si no te ha quedado claro hasta ahora, querido lector, este artículo no hablará de Santos Cerdán, ni tampoco de que su abogado sea el hombre que sale detrás de Puigdemont el día de la declaración del 27-S de 2017, ni lógicamente del hecho de que a Salvador Illa le dé casi vergüenza decir que se siente español en una entrevista en 3Cat. No hablará de nada de todo eso, porque todo eso pasará y será papel mojado dentro de unos días, pero las rodillas peladas después de una tarde en bicicleta, el olor de crema solar sobre la piel y las burbujas de la gaseosa estallando dentro del vaso de vino tinto de mi abuelo son, hoy, la única cosa que me interesa del mundo. Porque si amamos el verano, a pesar del calor infernal, el sudor pegajoso a todas horas o las moscas tocando las narices, es precisamente porque cada junio nos regala la esperanza de evadirnos del mundo y volver a probar de vivir, ni que sea desde la nostalgia, la vida que nosotros mismos soñamos vivir. Por eso escribo, hoy, al igual que apuntaba a los catorce años en aquel cuadernillo de verano frases que no sé si son poema o recuerdo.
Hace un mes mi amigo y maestro Miquel Bonet, mientras desayunábamos una sepia con guisantes maravillosa en La Bodegueta del Fènix de Vila-seca, me dijo con aquel tono suyo sagaz que últimamente me leía aburrido porque solo hablaba de literatura. Como reacción, los últimos cuatro viernes me he dedicado a escribir sobre aquello que me aburre infinitamente a mí: la inopia comunicativa del independentismo, la desorientación de los medios de información para conectar con los jóvenes, el colapso demográfico del país o la necesidad de entender la lengua catalana como una ventana que abre puertas, y no como una valla que cierra el paso. Por desgracia, en cuatro semanas ha habido más gente comentándome el artículo por privado que en todo el año 2023, 2024 y 2025 juntos, pienso, pero una vez ya he buidat el pap y he cuñadeado diciendo aquello que pienso, lo único que quiero en este último artículo del curso es volver a aquello que me empeña a escribir: crear, aquí dentro, un búnker contra la aburrida linealidad del bombardeo de cada día a día. Porque incluso con su olor agrio del metro a las seis de la tarde, el verano es una barricada.
Sí, ser hiperbólico es mi manera de ser mediterráneo, no me escondo de ello, por eso me interesa más un artículo sobre el hecho de tomar el fresco en la calle que sobre no sé qué discos duros de José Luis Ábalos. Es imposible, pues, no escribir una columna poética en un momento del año en que a las siete de la mañana ya es de día y da menos pereza levantarse, ya que corre l'airet y en las calles todavía no hay guiris. El verano es la ilusión que nosotros mismos creamos dentro de una realidad tan fugaz como el hielo deshecho de un bíter, pero la gracia es que, precisamente, verano tras verano no perdemos nunca la certeza de que en aquel cubito flota todo aquello que puede llegar a ser perfecto: las siestas con el Tour de fondo, las camisetas de color blanco que nos hacen caminar con la elegancia de un tenista o el hallazgo de una cala solitaria donde parece que todavía nadie ha hecho ninguna foto de Instagram con la localización insertada.
Ahora que los que han deprimido el país empiezan a darse cuenta de que sobran y los que estamos vacunados contra los desencantos somos cada día más, abrazar el idealismo inherente del verano puede parecer ridículo o infantil, pero es más necesario que nunca. En el fondo, nos recuerda que hay una parte de nosotros que necesita tener por horizonte una versión mejor de lo que somos. Por alguna razón el verano es la única época del año en que los propósitos se acaban cumpliendo, ya sea leerse La montaña mágica de Thomas Mann, hacer deporte cada día o sencillamente no tener miedo de vivir las mismas aventuras que cuando íbamos de colonias a L'estiu és teu, pero ahora pagándolo todo con la VISA de nuestro bolsillo. En verano todo es posible, por eso hoy me despido, deseando reencontrarnos en septiembre. Si lo hacemos, espero poder parafrasearte aquel poema de Manuel Forcano que se llama Carta, pero cambiando el final. Imaginaré ahí el último artículo de adiós, que ni yo he escrito hablando de la enésima bagatela de la actualidad ni tú, querido lector, habrías acabado de leer. Créeme: la tinta que los dos nos hemos ahorrado la gasto solo para decirte que hace sol, que hace calor y que nada refresca lo suficiente, pero que el verano es como no equivocarse.