Hay una generación de catalanes que se enamoró de su cultura como quien se enamora de una revolución: de golpe, con urgencia y con el miedo seductor que mariposea en el estómago. Era la época de los primeros Seat 600, de las reuniones clandestinas y de los libros prohibidos que circulaban secretamente y de mano en mano, igual que la rosa de papel de Estellés. En aquel momento, Edicions 62 fue una trinchera, Òmnium Cultural una catedral laica y la Nova Cançó una banda sonora resistente hecha de guitarras y metáforas. Aquel estallido cultural se llamó Seixantisme y se convirtió en la alborada necesaria que nos despertaba de una pesadilla larguísima, pero hay un problema: las alboradas son preciosas solo cuando después viene el día, y de al fin y al cabo ya hace más de sesenta años.

Aquel boom, tan necesario en pleno franquismo, se ha convertido con el paso de los años en un lastre del cual algunos no se saben desprender. Por eso, hoy, todavía hay quien se apresura a colgar los pósteres de Lluís Llach y Maria Aurèlia Capmany como si el franquismo fuera una cosa de ayer y aún nos persiguieran los grises por hablar catalán en el bar de la esquina. Catalunya sigue siendo un país ocupado, igual que entonces, pero aparte de un estado que nos quiere minorizados, quien más asfixia hoy nuestra cultura, nuestra lengua y nuestra economía ya no es un dictador con bigote, sino una cosa invisible denominada globalización y un montón de algoritmos de Silicon Valley que no saben qué demonios quiere decir seny i rauxa.

La épica de supervivencia del Seixantisme nos enseñó a persistir en un momento en que la única forma de existencia dependía de resistir, pero como dice mejor que yo Frederic J. Porta, todo aquello tan válido que construyó ya no nos sirve hoy para avanzar. Aunque nos duela, es contraproducente repetir en bucle las mismas consignas y narrativas de cuándo mi padre estudiaba segundo de Infermeria y repartía octavillas. No, la violencia contra las culturas no hegemónicas ya no es tan directa como en los tiempos del NO-DO y, por lo tanto, hay que superar esta narrativa que no nos sirve de nada y sigue impregnándolo todo, desde los tuits de un presidente en el exilio hasta los eslóganes de las manifestaciones de la ANC pasando por los programas de 3Cat como Sóc i seré, donde la catalanidad, más que una nacionalidad en el mundo, se dibuja como una particularidad folclórica.

Del Seixantisme parece que nos hayamos quedado con las migas y el poso, seguramente por eso en la película Padrenostre el Jordi Pujol dels Fets del Palau -el año 1960- le dice al Jordi Pujol de las mayorías absolutas convergentes que lo ha traicionado. Igual que durante el franquismo, vivimos nacionalmente un momento en que hay que hacer alguna cosa, pero creo hoy no 'nos hacen falta canciones de ahora', como pedía Lluís Serrahima en aquel mítico artículo fundacional de la Nova Cançó en Serra d'Or el año 1959, sino más bien nos hacen falta los flows de ahora. Es decir, las actitudes y los estados de ánimo de hoy, con la mirada enfocada hacia el futuro y no hacia el pasado, ya que las raíces no sirven para hacer arqueología de uno mismo, sino para saber de dónde vienes y coger fuerza para avanzar hacia donde quieres ir.

La Catalunya del postprocés, el año 2025, ya no puede seguir mirándose el ombligo como si fuera un manifiesto, porque a diferencia del año 1960, la cultura catalana no puede limitarse a resistir: tiene que seducir, innovar y competir. ¿Queremos un país que sobreviva a base de subvenciones y nostalgia, o más bien un país que baile en el escenario mundial sin pedir permiso ni perdón? La globalización no es una bota militar que nos pisa, sino una cosa más poderosa que eso: es un tsunami que te chupa si no sabes nadar. Y contra eso, desgraciadamente, no valen ni las guitarras ni los discursets victimistas: hacen falta ideas nuevas, caracteres nuevos y estéticas nuevas. Es decir, una cultura que no deje de leer Espriu y recitar Sagarra, evidentemente, pero que sobre todo hable en TikTok, Netflix y los videojuegos.

Superar el Seixantisme no quiere decir olvidarlo, pues, sino dejar de vivir atrapados en él como quien vive en casa de los padres a los cuarenta años. Su legado nos honra, pero el futuro nos exige menos memorialismo y más creatividad, por más miedo que eso dé. Porque es más fácil ser David cuando tienes a un Goliat, pero ahora el gigante no es solo Madrid: es un mundo que se unifica peligrosamente, que borra las identidades y que lo uniformiza todo, pero en el cual vivir haciendo el llorica no te abre puertas, sino que te las cierra. Por eso, nosotros que somos nietos de los Espinàs, los Joan B. Cendrós o los Armand Carabén, tenemos que aprender de ellos, deshacernos del relato de la víctima eterna y empezar a escribir un nuevo capítulo. Con el empuje de hace sesenta años, pero las ideas, las palabras y el relato de ahora. Uno de lindo y desacomplejado, que no hable solo de lo que nos han hecho, sino de lo que queremos ser, ya que la mejor manera que tiene Catalunya de resistir es olvidándose de vivir resistiendo y dedicarse a vivir construyendo. Desde los márgenes, desde la creatividad y desde la confianza propia, con menos épica y más determinación. Con menos palabras y más hechos. Con menos excusas por ser el país que somos y más valentía, en definitiva, para ser el país que no nos da miedo querer ser.