Había una vez, ahora hace diecisiete años, un catalán que se enfadó. Era uno de aquellos ciudadanos que durante décadas había votado a Pujol en Catalunya y a Felipe en España, sin tapujos, con la naturalidad de quien celebra los goles de la selección española y se emociona con el Onze de Setembre. Un día, sin embargo, se le acabó la paciencia: le habían prometido un Estatut que no llegó nunca, una prosperidad que se hundió con la crisis del 2008 y un respeto institucional que se convirtió en menosprecio. Vio que el Estado lo trataba como si fuera la suegra del cuñado, y dijo basta.

Hoy aquel catalán fastidiado ya está jubilado. Tiene la hipoteca pagada, una pensión que le llega para hacer un viajecito con el Imserso y un pañuelo amarillo que saca del cajón cuando hay convocatoria de la ANC. El viejo cabreo ya no quema, pero su mala leche gestó una cosa nueva: el heredero del 'català emprenyat', un ciudadano que es igual que su progenitor, pero con menos esperanza y más razones, todavía, para vivir quemado.

Este heredero no va a la mani de la Diada, pero se enfada cada mañana cuando ve que es más fácil ir de Barcelona a Oslo en vuelo de bajo coste que de Manresa a Vilanova i la Geltrú en transporte público. Que le hablen de la ampliación del aeropuerto del Prat le pone muy nervioso, ya que conduce un coche de segunda mano con etiqueta amarilla y no puede entrar en la capital del país donde vive con el fin de evitar las emisiones de CO2. Las mismas que emiten, justamente, los cruceros que cada día atracan en el nuevo litoral, bastante remodelado después de la Copa América.

Lo ve cada día por la ventana de la oficina, ya que el heredero del 'català emprenyat' estudió una carrera, después un posgrado y ahora trabaja en una empresa con nombre en inglés en el hub tecnológico del Poblenou. Se levanta a las seis porque no vive en Barcelona, sino a cuarenta kilómetros de la ciudad, allí donde el alquiler no le exige venderse un riñón en el mercado negro. Para llegar al trabajo a menudo tiene que hacer un viaje tercermundista entre trenes parados, autobuses que no llegan y transbordos surrealistas. Su vida no es una película de aventuras, sin embargo, sino más bien de terror: cobra menos que su padre en el 2007, pero con la pequeña diferencia que ahora una cerveza en el bar de la plaza cuesta más del doble que entonces.

El heredero está harto de ver cómo le venden la moto del país sostenible, justo y avanzado, sobre todo si después quiere llevar su hija a la guardería y se choca con una lista de espera kilométrica porque carece de plazas. Cuándo va a urgencias, tiene tiempo de leerse media Obra Completa de Josep Pla en la sala de espera. Y cuándo tiene que hacer un trámite burocrático, directamente tiene la sensación que una cámara oculta le está grabando y que algún día será el protagonista de un programilla televisivo denominado El reto: sobrevivir sin perder los nervios en Tráfico, Justicia o la Agencia Tributaria.

A diferencia de su padre, el heredero del 'català emprenyat' no espera nada de nadie y solo tiene el consuelo de la ironía. No cree en el PSOE, ni en ERC, ni lógicamente en Junts. Tampoco en la CUP, por más logotipos que cambie. Más que hablar con abstracciones, de los políticos el heredero espera concreciones. No en el sentido de pedir un nuevo Estatut, ni lógicamente una 'financiación singular', ya que el nuevo catalán fastidiado es mucho más descreído que todo eso: pide no tener la sensación que vive en un país donde se valora más a quien está de paso que a quien desea construir en él una vida digna.

Sus amigos piensan casi lo mismo. La inmensa mayoría son abstencionistas; otros, en cambio, a pesar de ser gente que se sabe de memoria las letras de Inadaptats o de Zoo, ahora dicen que votarán a partidos ultra. No porque sean fachas, sino porque están quemados y se pasan el día con la tabarra de que sí el vecino del piso ocupado, si el ruido o si la sensación que nadie gobierna. Él no está de acuerdo, pero los escucha y se da cuenta de que este cabreo no es solo una tontería emocional, sino que es estructural y, sobre todo, transversal. Tanto, de hecho, que el heredero del catalán fastidiado ya no lleva barretina ni se llama Jordi o Consuelo.

Ahora también se dice Mohamed, Xiomara o Kevin. Aunque nadie parezca verlo, se ha ampliado la base del desencanto y ahora ya no están fastidiados solo los hijos de los catalanes fastidiados de antes, sino también los que nacieron aquí pero no tienen ningún abuelo del Berguedà. Los que viven en Capellades o Montblanc, pero también en Salt o Santa Coloma de Gramenet. Los que trabajan, pagan impuestos y están hasta el moño de vivir en un rincón de mundo donde todo se aguanta con pinzas, ya que estar fastidiado no es una identidad política: ya es una condición vital como ciudadano.

El heredero del 'català emprenyat', pues, puede ser quien mantiene el catalán con uñas y dientes, pero también quién solo lo habla si le hablan primero. Puede ser alguien que solo mira TV3, pero también alguien que piensa que "3Cat" es una raza de gato. Puede ser alguien que tiene claro que para dejar de estar enfadados la única solución es desenojarse del todo y largarse, pero también alguien que todavía no es consciente que el país donde quiere vivir, con trenes, escuelas, médicos, presupuestos dignos y gobernantes que no te tomen por idiota, solo puede existir dejando de vivir en una delegación de la Moncloa con acento del Vallès. Es decir, haciendo un país nuevo.

Por eso, pues, el heredero del catalán fastidiado no es solo un heredero: es una gestación. Lleva dentro una frustración que fermenta, ya que «emprenyar» viene de preñar: el padre dejó la semilla, pero el hijo la hará crecer, incluso sin querer. Y cuando estalle, más que una queja, será un grito que dirá: basta. No para separarse, ni para amar más o menos una bandera, sin embargo, sino porque vivir dignamente no tendría que ser una utopía. Y porque Catalunya no puede ser solo el lugar donde naciste, sino el sitio donde puedas vivir sin enfadarte cada día.