Dice Antonio Monegal, en su poco anunciado, pero excepcionalmente bien premiado, libro Como el aire que respiramos: el sentido de la cultura, que medir los efectos de la producción cultural exige mirada larga y parámetros cualitativos. Y lo compara con la salud democrática. Estos días, estamos viendo cómo la derecha española vuelve a tener tentaciones antidemocráticas. Personalmente, soy muy crítico con las manifestaciones violentas y las huelgas generales, porque tensan con peligro de ruptura las relaciones políticas. Prefiero la paciencia, la constancia, la estabilidad y el orden, que generan —si nos esforzamos— oportunidades de cambio real. Estoy muy de acuerdo con Antonio Monegal con respecto a la necesidad del largo plazo y los parámetros cualitativos para evaluar la cultura. El problema de compararlo con la salud democrática es que la democracia, en esencia, es una regla cuantitativa, aunque muchas veces nos empeñamos en ignorarlo.

No sé si la democracia sufre de la misma indefinición que la cultura. Muchos tratados lo han intentado averiguar. ¿Qué entendemos por democracia? Para hacerlo seriamente haría falta al menos un libro tan riguroso y bien documentado como el suyo, y los hay y muchos. Dicho sea de paso, su libro se lee muy bien, incluso por un analfabeto cultural de centroderecha como yo. Pero sí que podemos hablar de lo que va contra la salud democrática. Todos sabemos que los excesos de alcohol, el tabaco y el sobrepeso son perjudiciales para la salud, especialmente a partir de una edad indefinida más allá de los cuarenta y muchos. Aunque algunos fuman, beben y comen como si estas reglas de comportamiento saludables no fueran con ellos. Con la salud democrática sucede un poco lo mismo. Sabemos lo que nos conviene tener presente, aunque a veces nos cueste llevarlo a la práctica.

Cuando queremos condicionar la opinión pública intentando movimientos, manifestaciones, tentativas de control por la fuerza de las instituciones, atentamos contra la salud democrática de cualquier entidad o país

Por ejemplo, hay que respetar los votos y las reglas que nos hemos dado. Las razones en democracia acaban siendo votos. No lo podemos olvidar nunca. El voto es sagrado. Y necesariamente deberemos buscar maneras de poner orden al voto, a esta cuantificación. La primera de las cuestiones a no olvidar nunca es que ganan, en función de las reglas definidas, los que tienen más votos directa o indirectamente. Por lo tanto, los votos mandan, y condicionan. Mientras volvamos a votar, significa que tenemos suficiente salud democrática. Con un poco de tiempo, podríamos seguir buscando más fórmulas sagradas de buena salud democrática. Pongo solo algunos ejemplos: que los votos valgan todos lo mismo o que los mandatos de los electos sean temporales. Reglas democráticamente perfectibles pero aceptadas. Por eso, cuando queremos condicionar la opinión pública intentando movimientos, manifestaciones, tentativas de control por la fuerza de las instituciones, atentamos contra la salud democrática de cualquier entidad o país. Se llama golpe de estado y acaba siempre mal, al menos desde un punto de vista democrático. Muertos, encarcelados y dolor. De esto sabe mucho una parte de la derecha española populista, ya que lo ha practicado a menudo. Quedémonos, pues, con la idea de que mientras votemos de vez en cuando con reglas definidas y pactadas, las urnas darán la medida de nuestra salud democrática.

Pero hagamos caso a Antonio Monegal y vayamos también por el camino cualitativo. Ayudémonos de la cultura clásica y vinculemos la salud democrática cualitativamente al buen gobierno. Para Platón y Aristóteles, el buen gobierno es el que actúa pensando en el bien común, de todo el mundo. Para ser un buen demócrata, hay que gobernar, pues, poniendo en el centro el bien de todos los ciudadanos, los que te han votado y los que no lo han hecho. Quedémonos con este sentido amplio del buen gobierno, que obliga, en el caso del gobierno democrático del estado español, a pactos difusos, complejos, a muchas bandas, con escenarios imprevistos y de difíciles equilibrios. Alguien con criterio dijo que la democracia es la menos mala de las opciones de gobierno. Pero también la que mejor preserva los valores de la diversidad humana a la que irremisiblemente nos vemos abocados en un mundo interrelacionado como nunca. La mala salud democrática de Occidente tiene la espada de Damocles de la buena salud tiránica de muchas otras potencias mundiales, que no tienen muchos miramientos. Sabremos, pues, cualitativamente, que la democracia tiene buena salud con suficiente certeza, más por lo que evita que por lo que logra. Y mientras la democracia evite la tiranía, significa que tiene suficiente buena salud.

Monegal explica que la cultura es como el aire que respiramos: está en todo. En un sentido amplio y en formas muy diversas, convendremos en que la política también está en todas partes. Pero no es el caso de la cultura democrática: cuesta mucho adquirirla y muy poco destruirla. Creo que es bueno recordarlo, ahora que parece que algunos quieren volver a emborracharse y fumarse la democracia. Sin cultura, nos falta aire. Sin democracia, nos falta política. Y sin política, que Dios nos pille confesados.