No tenemos solución. Carmen Maura, catalanófoba de manual y miembro del gran chiringuito patrio, la corte madrileña, recibió el Premio Honorífico del Festival de Sitges, aprovechando que presentaba Vieja loca, película producida por Juan Antonio Bayona. Maura me ha parecido siempre una actriz sobreactuada, pero la respeté hasta que dio una entrevista a El Mundo. En la entrevista publicada el 17 de enero de 2019, cuando los políticos del procés llevaban más de un año en la cárcel, Maura dijo una frase que mereció un destacado en la pieza periodística: “me pone negra dar dinero a los catalanes, que son los que menos lo necesitan”. Y desde entonces, ha continuado apareciendo en producciones catalanas, llenando sus cuentas bancarias de pasta del Principat, gracias al carácter pusilánime de los profesionales catalanes del sector.
Imaginemos que Maura fuera catalana e hiciera unas declaraciones parecidas pero dirigidas a los madrileños, a los andaluces o a España en general. Evidentemente, sus aspiraciones, la de ser contratada, premiada, idolatrada como gloria nacional, se convertirían en una quimera, y difícilmente acabaría reverenciada en una gala como la de los Goya, muy dada a la idolatría artificiosa. Pero con esto de los catalanes, todo vale, porque cuando dice “catalanes”, el tono rebosa una catalanofobia arrastrada a lo largo de los siglos, como un río lleno de mierda que cuando desemboca en el mar deja el agua llena de sedimentos de odio. Maura, como Sacristán, o Echanove, otro cortesano que se ha comido el país en una serie gastronómica pagada, porcentualmente, con impuestos de los catalanes, aprovecharon el procés para mostrar su catalanofobia heredada y cultivada con la bilis del colón. Históricamente, o histéricamente, lo que une a los progres y a los conservadores españoles es su visión centralista de su nación y aceptan a las demás nacionalidades patrias con el paternalismo de los predadores. Un ejemplo es Ione Belarra, la lideresa de Podemos, una navarra adoptada en Madrid que día sí, día también, es incapaz de esconder su catalanofobia, ya sea señalando a los Mossos como cuerpo racista, ya sea poniendo palos en las ruedas a la ampliación del aeropuerto de El Prat por cuestiones, dice, de sostenibilidad medioambiental. De Barajas no habla nunca, seguramente, porque se aprovecha, como buena miembro de una Corte interesada en conectar Madrid al cielo. De las inversiones —un 40% del presupuesto total ejecutado en Catalunya, comparado con el 180% en Madrid— calla, porque alzar la voz tiene consecuencias.
Dar un premio a Carmen Maura en un festival catalán es la prueba del vasallaje de un sector que, como los buenos catalanes que quieren hacer carrera en Madrid, negarían sus orígenes y su identidad para poder pasear por los barrios de la Corte con honores de renegados pero simpáticos. Y es impresentable que para poder tener trabajo, uno tenga que convertir sus orígenes y su identidad en una lacra por el qué dirán.
Dar un premio en Catalunya a una catalanófoba como Maura dice más del carácter pusilánime de un sector que de los méritos de la actriz. Yo, un simple nepo baby-boomer, protesto con el humilde gesto de no ver ninguna de las producciones en las que aparece esta actriz. En general, no me pierdo gran cosa.
A los catalanófobos hay que castigarlos con el ostracismo. Ojo por ojo, diente por diente.
Si yo hubiera sido un buen catalán, pusilánime y simpático, mi carrera en Madrid habría sido más triunfante, copiando aquel lema que el nuñismo —el de Núñez y los “sangus”— quiso implantar para borrar el carácter político e identitario del 'més que un club'. Quiero decir que si yo hubiera agachado la cabeza pidiendo perdón por ser catalán, el marido de una agente literaria no se habría atrevido a llamarme por WhatsApp “miserable y mediocre” cuando publiqué el artículo “En el nombre de la madre”. Durante mis años en Madrid, este señorito de provincias afincado en la Corte, con alma de estómago agradecido, siempre me trató displicentemente por no reverenciarlo a él y a sus valores, y por considerarme un hijo descarriado de un autor al que consideraba, equivocadamente, de una españolidad como la suya por el hecho de escribir en castellano y del que siempre me contaba la misma anécdota. La de cuando se encontraron a finales del siglo XX y mi padre le preguntó cómo era eso de ser abuelo. Mi hijo Daniel nació el 9 de julio de 2000. Y es en la sorpresa, en el hecho de que, siendo hijo de un autor de las letras españolas y que yo fuera militante del independentismo por culpa de personas como el señorito, donde radica la cuestión de la mediocridad. Para poder trabajar y coleccionar premios y palmaditas en la espalda de los amiguetes, uno debe moverse por la corte con el alma de un estómago agradecido. Como dice Antonio Baños, España ama la diversidad, pero odia la diferencia. Y todos estos, de Maura a Sacristán, de Echanove a Belarra, pasando por el señorito, aman la diversidad como souvenir, no como riqueza.
La culpa, sin embargo, no la tienen estos cortesanos que forman parte del engranaje de un sistema construido alrededor de una monarquía que los amamanta a cambio de servilismo remunerado. La responsabilidad es de los catalanes que contratan a gente que nos desprecia mediante la superioridad del vencedor de la historia en mayúscula. A todos estos catalanófobos habría que negarles el pan y el agua, pero de tan pusilánimes, estamos perdiendo el derecho a protestar por miedo a ser unos parias de este país tan mal hecho, España, que impide, por ejemplo, que un corredor de motos ondee la bandera catalana por miedo a perder el patrocinador que le permitirá competir con garantías el próximo mundial de motos GP.
“Mira si somos buenos los catalanes que le hemos dado un premio a Carmen Maura”, pueden decir los responsables del Festival de Sitges. La pregunta es la razón por la que nos gusta gustar tanto mediante una servidumbre vergonzosa. Es como moverse por la vida pidiendo disculpas constantemente para satisfacer la necesidad de servidumbre del otro a costa de nuestra salud mental, y yo ya estoy hasta las narices, aunque acabe jugando al solitario o hablando solo. Prefiero ser un miserable y un mediocre que un pusilánime. A los catalanófobos hay que castigarlos con el ostracismo. Ojo por ojo, diente por diente.