Cada vez que hay una emergencia, queda a la intemperie la lentitud —e incluso ineptitud— de nuestras instituciones. Escribo eso el martes veintinueve de abril a las diez de la mañana, y todavía no ha habido nadie —ni el Gobierno del Estado español, ni la Generalitat— que haya dado una hipótesis más o menos fiable del apagón general que hubo ayer. De hecho, hoy —martes—, Sílvia Parlon ha hecho una rueda de prensa y no ha aceptado preguntas. Tanto los unos como los otros han orientado su estrategia de comunicación durante la emergencia en la recuperación, como si su responsabilidad se circunscribiera tan solo a la recuperación, y no al origen del apagón, que, de hecho, cada vez parece más verosímil que fue consecuencia de un sistema eléctrico tronadísimo.

Estos equilibrios centrados en preservar la imagen de los cargos políticos y no en tratar a la población como personas adultas —incluso cuando se trata de decir: "no tenemos ni puñetera idea de qué ha sucedido"— no es gratuito. Es una medida de autoprotección, igual que lo es pedir constantemente a la población que esté preparada y, a la hora de la verdad, que los que no estén nunca preparados siempre sean los que de verdad tienen alguna responsabilidad. Es el síntoma de una clase política que solo sabe responder a las emergencias procurando contener los costes electorales, y no es exclusivo de los que hoy ocupan los cargos políticos en cuestión. Es una tendencia, una manera de operar que se ha ido amasando durante décadas y que, protegida por una red de intereses, no ha sido nunca fiscalizada. Ni en Catalunya ni, evidentemente, en el Estado español.

Cuando escribo que no es gratuito, quiero decir que, aparte de las consecuencias desastrosas que pueda tener este tipo de incompetencia aprendida en caso de emergencia, siempre tiene de políticas. Avezar a la sociedad a no tener respuestas técnicas —o pensar que no las entenderá— y responder al caos con sentencias motivacionales es populismo barato y dificulta la posibilidad de analizar críticamente y al instante la respuesta política que se está dando. Es, de hecho, una manera de tener bajo control a la auditoría social. Y no es gratuito, porque esta voluntad de contención siempre tiene efectos sobre la cultura política de quien está sujeto ella. En Catalunya y en el Estado español, esta manera de operar se traduce en dos perfiles bastante concretos.

Si la red eléctrica española es una chapuza, que salga alguien y nos explique todos y cada uno de los motivos

El primero es el de quien abraza el sentimentalismo barato —por comodidad y por costumbre— y lleva las consecuencias de la emergencia en cuestión —la que sea— al terreno moral: en la manera como solidariamente responde a la población, en este deje de superioridad que desprenden los que se dedican al mundo de la radio, en la necesidad de volver atrás, llevar siempre dinero en efectivo y la obra completa de Josep Pla encima por si se acaba el mundo y hay que ponerse a leer. Aquí, los medios de comunicación tienen un papel primordial, no solo porque —en este caso, las radios— son las únicas fuentes de información, sino también porque, a pesar del caos, no tendrían que renunciar ni a informar ni a obtener respuestas que se ajusten a la realidad; incluso cuando estas van recubiertas de tecnicismos. Siempre es más fácil hablar del señor que vende cafés en la calle con un hornillo, sin embargo, si los periodistas en cuestión hacen el esfuerzo de entrevistar a técnicos y de reproducir la información que ofrecen estos técnicos sin equivocarse, también habremos ganado mucho. Si la red eléctrica española es una chapuza, si la gestión energética y las decisiones políticas que han estado relacionadas con ella han sido un desastre, que salga alguien y nos explique todos y cada uno de los motivos.

El segundo perfil es el de quien, ante la falta de respuestas, canaliza la desafección política e institucional inventándoselas. El precio de infantilizar a la masa social para proteger el poder político es el de una cultura política exageradamente sentimentalista y moral, claro está. Pero también es el de la conspiranoia. En Catalunya tenemos a una especie de cuñado propio, nuestro Josep Maria. Es alguien que siempre aprovecha la mala gestión política e institucional para girarlas contra la política y la institucionalidad, más que contra las dinámicas que han hecho que los políticos siempre sean de un tipo concreto. Tanto el primer perfil como el segundo perfil desembocan en autoritarismo: el primero es consecuencia de una cultura política que favorece que la masa social desaprenda a pensar. El segundo hace el gesto de pensar, sin embargo, en vez de leer los motivos de la desafección política y procurar remediarlos, se aprovecha de ello para obtener un poder que siempre culmina en menos democracia. El PSC, sobre todo con respecto a la cuestión nacional, ha construido un discurso que interpela ambivalentemente el primero y el segundo perfil.

El precio de infantilizar es que, para leer la realidad, habrá que hacer el esfuerzo de sobreponerse al discurso oficial de medios y políticos sin ceder a las pulsiones reaccionarias, que son la otra cara de la misma moneda. Y habrá que hacer este esfuerzo para distanciarse del populismo y la mediocridad de la política sentimental que no da nunca respuestas, claro está. Pero también para entender que, de entre los que dicen que hacen oposición política a esta manera de operar, están los que solo hacen una oposición ideológica porque esta tendencia ya les va bien. Porque, en realidad, lo único que pretenden es poder ser populistas y mediocres, pero con las propuestas de su marco ideológico. El precio de dejarnos infantilizar por unos y otros sin exigir respuestas y sin sobreponernos a su inacción es el de ser más manipulables y, por lo tanto, menos libres.