A veces la nariz y su intuición animal funcionan mucho mejor que un sociólogo de reconocido prestigio con los consecuentes sacos de estadísticas. Desde hace tiempo, mi napia ha detectado un número creciente de conciudadanos millennials y de la generación Z que, cavilando sobre su futuro laboral, se decantan por el mundo de la función pública. La primera obviedad se impone rápidamente y ellos mismos te cuentan que —educados en un mundo de precariedad crónica bajo el paradigma del no future y bla, bla, bla— la carrera funcionarial quizás no implica el mayor de los estímulos, la continuación lógica de su formación y la panacea de la riqueza pero, cuando menos, les puede asegurar una subsistencia tranquila. En poco tiempo, si me permitís la astracanada, hemos visto cómo la llamada "generación mejor preparada de la historia" tiene como objetivo laboral la inmunidad de esfuerzo que hay dentro de un cubículo.

Como pasa en el ámbito tecnológico o político, nuestros jóvenes no han llegado a esta conclusión por ciencia infusa. De hecho, desde la crisis de principios de este siglo, el perfil del opositor ha cambiado muchísimo; de juristas, médicos y profesores que veían el paso a la administración como una continuación lógica de haber acabado la carrera, portales como OpositaTest, con un millón de usuarios regulares, admiten que un 82% de estos son mujeres de mediana edad que abrazan el funcionariado, cansadas del estrés de las oficinas más competitivas. Muchas de estas mujeres tienen estudios superiores y una vida económica próxima a la antigua clase media, pero —forzadas a tener maternidades cada vez más tardías— prefieren la vida parsimoniosa de la administración para seguir ingresando pasta aun manteniendo suficiente tiempo para el cuidado de sus hijos, una generación que —a su vez— también será hija de la cosa pública...

La administración configurará un salvavidas perverso para todos aquellos que prefieran trabajar siete horitas al día saben que una falta leve o un error imperdonable en el trabajo no les comportará ni el más leve dolor de cabeza

Esta tendencia podría incluso ser una buena noticia, pues la concentración de talento (maduro o joven) en la administración implicaría que nuestros trabajadores públicos estarán mucho mejor formados que los de generaciones anteriores. Pero solo hay que ver la intención de toda esta gente —insisto, la de asegurarse un trabajo estable y sin contratiempos— para ver que la misma dinámica del funcionariado acabará castrándoles cualquier remanente de iniciativa. Con eso no quiero caer en el tópico de acusar a nuestros trabajadores públicos de perezosos ni de incompetentes (acostumbramos a concebirlos visualmente como la señora antipática que nos renueva el DNI con mala cara y no el cirujano que nos quita un tumor de los cascabeles); pero cualquier persona puede entender que la competitividad empresarial, por excesiva que sea, genera individuos mucho más desvelados que los funcionarios de carrera y ficha.

Que nuestros jóvenes se sientan atraídos a la función pública prefigura, en definitiva, un aviso bien claro de la economía pseudofranquista que nos depara el futuro, un sistema con unas oligarquías riquísimas que van engordando el PIB a espaldas de una clase paupérrima que sobrevive con salarios de pura subsistencia; en este contexto, la administración configurará un salvavidas perverso para todos aquellos que, antes de eternizarse con sueldos de becario hasta los cuarenta, prefieran trabajar siete horitas al día sabiendo que una falta leve o un error imperdonable en el trabajo no les comportará ni el más leve dolor de cabeza y que, si les quieren echar, los tendrán que encontrar asesinando a alguien (con un vídeo donde se vea perfectamente el navajazo). La tragedia es clara; destinaremos muchísimos millones de euros a formar una generación para que acabe revisando facturas, escribiendo correos electrónicos, y desayunando a las diez.

Sé que hay muchísimos trabajadores públicos que viven en una situación muy precaria y que la administración rebosa de gente que ya querrían tener en muchas compañías de renombre. Pero estos mismos trabajadores tendrán que admitir que su propio trabajo, les complazca o no, no es el símbolo motor de una sociedad ambiciosa. Para alguien de mi quinta, la frase "papá, quiero ser funcionario" sería el principio de un chiste; si el modelo económico del país se estanca en la desigualdad y la falta de estímulo, desgraciadamente, este se podría convertir en una excusa para abrir una botella de cava. Si es que, llegado el momento, alguien se lo puede seguir pagando.