(...) Tras hablar con Micó he entrado a la cocina a hacerme un café. En la pica todavía flotaba la claridad misteriosa de la mañana, esta luz sin mácula que me lleva la sonrisa de las plantas y, los días que hace bueno, me da el primer empujón.

El mes pasado vino el paleta de mis padres, un hombre sencillo, que ha tenido la suerte de hacerse rico sin proponérselo. Me pidió, mirando el techo de la cocina: "¿Le puedo hacer una fotografía? Es la primera bóveda catalana que construí". Después hablamos de Gaudí y de Guastavino, y de un viaje a Japón que hizo con mis padres cuando empezaba a despuntar.

No sé por qué pienso en este señor. Quizás porque mi padre me decía que le tenía que hacer una entrevista. O quizás porque me recuerda a Miquel Tresserras, el primer decano de la Facultad, que también tiene un cuerpo trabajado y un fondo rocoso, y que también se emociona con las cosas pequeñas porque sabe que las grandes están fatalmente prostituidas.

Me da la impresión que Tresserras querría creer en mí más de lo que cree en él mismo. Vivió los silencios de la dictadura y la españolización de los socialistas. Es hijo de una generación chafada por la compasión; por la necesidad de perdonar a los que habían hecho la guerra. Nació poco antes de Montserrat Roig, que siempre me ha parecido que murió asfixiada por las cosas que no supo cómo decir.

Cuando Carbonell lo relevó al frente de la universidad, la idea de la independencia empezaba a destruir la paz autonómica. Hacía poco que el presidente Montilla había tenido que huir de una manifestación multitudinaria. Fuimos a merendar y Tresserras me dijo, con una cara de preocupación que me hizo sentir ingenuo: "Piensa que si Madrid diera la orden, los españoles de aquí, incluso los que creemos que son amigos nuestros, nos perseguirían como conejos".

El presidente Zapatero estaba a punto de caer y el PP decía las típicas sandeces preelectorales. Había comido con un político y de entrada no me quedó claro si Tresserras se refería a los españoles de la inmigración, cosa que me pareció impropio de él. Ahora pienso que más bien se refería a la casta de funcionarios y de indígenas descoloridos que ha hecho de las derrotas del pasado una excusa para adorar la burocracia.

Mientras Tresserras hablaba, yo miraba las paredes y pensaba: “Si estas paredes hablaran supongo que tendrían algo a decir”. Estábamos en la granja Gavà de la calle Joaquim Costa, la casa vaquería que había sido de la familia de Terenci Moix, otro escritor que no superó la muerte de Franco. Siempre me llamó la atención que fumara tanto, la gente fuma para frenarse: para compensar el ahogo del alma con la asfixia de los pulmones.

En todo caso, no acabé de saber si Tresserras hablaba con conocimiento de causa o si me quería endilgar un titular. La selección española había ganado el mundial y los balcones de Barcelona estaban llenos de esteladas. No parecía que nadie se tomara la política a la tremenda, a pesar de que algunos amigos de convergencia ya iban diciendo que perdería el bando que disparara el primer tiro. Pensé que era una suerte que Tresserras hubiera encontrado, en la especialización, una salida al conflicto político, como el paleta que he mencionado, o como mi padre.

Poco después, un diario de Mallorca le hizo una entrevista. A diferencia de Carbonell, que tiene fama de gestor, Tresserras tenía fama de sabio. El año que entré en la facultad publicó El encuentro estético, un libro sobre la relación entre la sensibilidad y el pensamiento que habla del impulso visceral que necesita todo acto creativo, incluso si es de carácter periodístico. Seis años más tarde, publicó un libreto sobre Wittgenstein, el filósofo del silencio. Se titulaba Integridad y trascendencia.

Más allá del barniz que le daba el hecho de haber pasado por la Sorbona, Tresserras subía el listón en un gremio empobrecido, que no se había rehecho de la herencia de la dictadura. Legitimaba la imagen de Blanquerna, que se presentaba como un foco de catalanidad y de humanismo. Sus libros me sirvieron, cuando empezaba a hacer la tesis sobre Nèstor Luján. Me ayudaron a entender cómo se destruyen las vocaciones y a huir de esta escuela de filósofos que quieren obtener resultados innovadores con los silencios de siempre.

El periodista mallorquín, pues, se preparó bien la conversación. "Thomas Jefferson –le preguntó– dijo que prefería una prensa libre sin gobierno que un gobierno sin prensa libre. Usted está de acuerdo?" Una década después, la respuesta de Tresserras ha perdido el encanto teórico que tenía.

— Un gobierno sin prensa libre –respondió la exdecano, con la oratoria jesuítica que interiorizó de joven para poder navegar dentro del poder– es una dictadura, y las dictaduras matan el espíritu del hombre. Las dictaduras ensucian todo aquello que tocan. En un hipotético país sin gobierno, pero con libertad real de prensa (cosa francamente difícil), al menos habría la esperanza de conseguir un acuerdo de los ciudadanos para elegir representantes que ayudaran a reorganizar el país.”

En la entrevista encontré otras perlas, tengo memoria para las frases que me ayudan a orientarme. "Los grandes periodistas –me parece que dijo Tresserras– se suelen hacer con los años y la prensa exige éxitos instantáneos". Y todavía: "Seguramente nos tocará vivir una época, con suerte no muy larga, en que la herencia de la ilustración se mantendrá cogida por las puntas."

En 2011 yo ya había visto caer a mucha gente. Incluso había tenido tiempo de rehacerme de las primeras decepciones, que son las que desorientan y hieren más. Pero el significado de las historias no se sabe hasta el final y entonces todavía podía ver, reflejado en estas frases, el espíritu fundacional de la facultad.

Ahora Tresserras es el último resto de civilización que soy capaz de reconocer en un entorno que cambió mi vida, y que me enseñó a defenderme. Sería demasiado decir que le debo algo, pero es de las pocas personas con poder que no ha dado nunca señal de sentirse muerta o amenazada cuando ha topado con mis ganas de aprender, si hace falta discutiendo los márgenes. Me hizo dar la única clase que he tenido en dos décadas, cuando todavía pensaba que estas cosas se ganaban.

Un día, un profesor me citó en la entrada del edificio de la calle Valldonzella, justo junto a la Escalera del conocimiento de Ramon Llull que decora la pared, y me dijo de mala gana.

— El decano quiere que te dé un seminario de segundo de periodismo.

Me había doctorado no hacía mucho. Todavía no sabía leer bien el entramado de guerras que se libraban alrededor mío, pero ya me había empezado a hacer a la idea que mi vida sería una lucha permanente para abandonar barcos torpedeados. La facultad había perdido el encanto de los primeros tiempos, pero las ganas de enseñar de los profesores que conocí todavía eran un recuerdo inspirador del cual podía beber sin notar el gusto porcino de la miseria.

Cuando he tenido la cafetera a punto, me he llenado la taza con cuidado, procurando no mancharme y no quemarme, y he escrito a Tresserras. La imagen de su físico compacto, de su cuerpo hecho de esfuerzo y resistencia, me ha vuelto a hacer pensar en la carne entumecida y desdibujada de Carbonell. El resultado de una década de pez hervido es el sobrepeso obsceno de los políticos y de los periodistas que hoy dominan el país.

La mayoría de las cosas que prometían hace 20 años se han convertido en ceniza. Todavía no sé qué haré, de todas las cosas que he aprendido en la facultad, le he escrito para no violentarlo. Pero lo sé perfectamente. Una de las cosas que me ha enseñado la dejadez de la gente es que solo los hombres débiles, los hombres que han perdido la fe, se dejan poseer por los demonios que libera una guerra.