Hacía años que no veía nevar así. Viviendo en España, nunca. 

Recuerdo cuando vi la primera nevada importante en mi vida. Fue en Bruselas, cuando ya había cumplido los treinta. Antes había visto nieve en la Sierra, sí. Pero no había vivido una nevada de esas que cubren lo que ves cada día de blanco. Y lo ves, de pronto, todo tan bello que te produce una sensación muy especial. 

Todo brilla, todo está limpio y se funde el blanco del suelo con el que se posa por todas partes hasta igualarse con el cielo. Ese cielo tan mágico que, como si fuera un techo de nata, no permite pasar la luz y lo cubre todo de blanco. 

El silencio, esa manera de absorber los sonidos, hace que se detenga el tiempo. 

Aquel día en Bruselas, Rosa y yo salimos a la calle. Como dos crías empezamos a hacer bolas de nieve, nos tiramos en el suelo, hicimos ángeles, y corrimos hasta el Parque Real a hacer un muñeco. Éramos dos castellanomanchegas viviendo nuestra primera nevada a miles de kilómetros de casa. Éramos felices. 

Aquel fin de semana descubrí lo que se siente sentándote frente a la ventana y viendo los copos caer, verlos moverse cuando arrecia el viento, como si bailaran, mientras el cielo cambia de colores. Esa sensación de sentirte protegida en casa. 

Pronto pasaron los días, y nos empezamos a dar cuenta de que eso de la nieve, del temporal perpetuo, generaba problemas. La nieve no todo lo cubre. 

Se congelaron las tuberías y nos quedamos sin calefacción ni agua caliente. Algo impensable, desde nuestro punto de vista, en un país tan acostumbrado al frío. Pude constatar que cada año sucedía exactamente lo mismo. Y era un drama. 

Ir a trabajar ya no era tan divertido como los primeros días de novedad blanca. Suponía resbalar, encontrar placas de hielo que podían tirarte al suelo en cualquier momento. Y veíamos caídas en medio de la calle, que ya no era tan blanca y que tenía una especie de agua-barro muy desagradable. 

Recuerdo que una señora cayó por las escaleras del metro hasta mis pies y tuvimos que llamar a una ambulancia porque la mujer comenzó a sangrar por el oído. Yo acababa de llegar y no era capaz de comunicarme bien en francés. Aquella situación me dejó muy marcada. Como la nieve manchada del rojo de su sangre. 

A medida que se prolongaba la avería de la calefacción, mientras veíamos a vecinos marcharse a sus segundas residencias o a casa de amigos, nosotras observábamos cómo salía el vaho de nuestras bocas al irnos a la cama. Dormir con frío es casi imposible y si sucede varias noches, te come el alma. Calentábamos las sábanas con el secador de pelo. Consejo de mi madre que se ha criado en la Sierra de Ávila y sabe de frío. 

Fue en esa primera nevada de mi vida cuando conocí al servicio de voluntariado de Bruselas, que se activa especialmente cada invierno ante la llegada del temporal. Con ellos acudí a la Gare Central a repartir comida caliente para las personas sin techo. Son muchas en Bruselas. Es una de las cosas que primero me llamó la atención: la cantidad de personas que viven en la calle, con un perro o con un gato y que siempre están en el mismo sitio. 

Y allí, en el metro, se cobijaban durante el invierno, protegidos por la policía, sin pasar -tanto- frío como en la calle, y con comida y mantas para ayudar a quienes no podían -o no querían- ir a los albergues.

Conocí en aquella fila infinita a jóvenes españoles que estaban buscando un futuro mejor y esperaban que llegase su suerte. Vivían en la calle. Y me chocó tanto, tantísimo, que recuerdo la conversación que tuve con ellos, sobre la primera nevada que veíamos en nuestras vidas. Eran andaluces. 

Y pasaron los años y siguió nevando en Bruselas cada invierno. Y Rosa y yo salíamos a tirarnos bolas de nieve. (Ángeles ya no hacíamos porque mojan mucho y no tiene gracia), pero sí que hicimos muñecos. Y aprendimos que la nieve no es blanca, sino que es el color que adquiere por el reflejo de los rayos del sol sobre ella. La nieve es transparente hasta que se ensucia y todo queda hecho un asco. No todo lo cubre la nieve, al menos no todo el rato.

Aprendí también que el copo más grande que jamás se haya visto medía casi 40 centímetros. Que Wilson Bentley hizo la primera foto de uno de ellos en 1885 y era preciosa. Encontré en Filigranas un libro en el que salían varias de ellas, y a día de hoy siguen siendo mágicas. Como el croissant de almendras que sirven el domingo por la mañana mientras miras los libros de fotografía bajo la música en directo de un pianista. 

Me enteré de que hay distintos tipos de nieve. La cinarra, que son bolitas redondas; la cellisca, que es el copito ese pequeño que parece una gota de agua. Que hay miles de formas de llamarla y que las palabras están más elaboradas allí donde conviven más o menos con ella. 

Con el tiempo me acostumbré a vivir con la nieve. Sobre todo en Viena, donde pasé algún invierno y las nevadas eran más intensas que en Bruselas. Allí aprendí a conducir en bici en pleno temporal, tras caerme con ella varias veces. Las bicis por aquellas tierras no tienen freno en las manos, sino en los propios pedales (pedaleando hacia atrás), cosa que en la nieve requiere de mucho control para no derrapar... Cuando te caes, te duele. Que la nieve no todo lo cubre. 

Cuando nevaba en Austria el tiempo se detenía. Lo normal era quedarse en casa y disfrutar de ello. En el norte de Europa aprendí a disfrutar de los habituales confinamientos. Recordé durante el inicio de la pandemia que esto era como la vida allí, y que tenía cosas muy buenas. Creo que a todos nos hacía falta, como sociedad, aprender a vivir un poco más para adentro, valorar ciertas cosas, y disfrutar de lo más "nuestro". 

En definitiva, el clima determina nuestra forma de ser en mucha más medida de lo que pensamos. Y esta experiencia nos acerca a unas conductas sociales que nos aportan más de lo que podemos pensar en estos momentos. Nosotros en el clima Mediterráneo no tenemos muchas oportunidades de recluirnos por la nieve, por eso aprender a confinarnos nos ha costado como sociedad.