El Tribunal Supremo, estos días tan cuestionado, ha condenado recientemente a dos hermanos a penas de 17 años de prisión por haber dejado morir de hambre y enfermedad a su madre de 70. El forense que examinó el cadáver relata el horror del abandono con detalles que solo pueden situarse bajo la categoría general de la forma del mal, tanto y tan profundo como para hacer imposible hablar de una mera negligencia.

El código civil recoge una obligación natural, propia de las más antiguas comunidades de humanos, como es la del cuidado de los propios padres. La recoge y la hace jurídica, es decir, sancionable en su incumplimiento. Que haya llegado este caso concreto a las instancias penales significa que la no atención continuada y consciente ha acabado provocando la muerte por inanición y falta de cuidados médicos, un mal mayor no categorizable como mera desatención. Pero que el derecho tenga que recoger esa u otras obligaciones, también las de los padres respecto de los hijos, a pesar de que deberían parecernos obvias, ya nos dice en qué circunstancia moral se encuentra nuestro devenir social y cuál es el patrón individual del que beben.

Queremos encontrar una razón en la que anclar una mala conducta, para así privarla de responsabilidad individual

Pero más allá de ello, quizá debamos plantearnos cuál es la naturaleza del mal. ¿Por qué un forense saudí va cortando poco a poco pedazos del periodista crítico Khashoggi hasta acabar con su vida, pero de forma alargada y cruel? ¿Por qué existen personas que ya desde la cuna manifiestan una conducta que nos resulta incomprensible, incluso si nos dicen que es por el hecho de que alguna estructura cerebral, relacionada con la empatía, les hace diferentes a la del resto de los mortales? El hecho de no poder encuadrar sus conductas en la insania mental, sino en el gusto por la crueldad, dada su clara apreciación de que actúan incorrectamente, hace muy complicado encontrar el esquema mecanicista con el que intentamos dar respuesta a nuestras dudas. Queremos encontrar una razón en la que anclar una mala conducta, para así privarla de responsabilidad individual, achacando al conjunto, a “la sociedad” la culpa de cualquier ilícito (quizás con la excepción de violadores y pederastas).

Pero nuestra predilección morbosa por los relatos donde el mal se describe, ya nos advierte de que cualquier ser humano vive en la antesala de aquella determinación individual a ejecutar ese mal. Porque el mal existe, así, sin adjetivos justificativos y en presente de indicativo. No de otro modo puede el ser humano ser libre. Por eso no debemos hacernos trampas al solitario y decir que cuando la decisión tomada por otras personas no nos parece adecuada es porque no han actuado con libertad, es porque lo han hecho bajo la presión insostenible de la desestructura de su entorno, de la pobreza o de la falta de cariño.

Argumentar así solo conduce a privar a las personas de su responsabilidad. Aunque es evidente que eso es lo que más conviene a quienes, a fuerza de protegernos, acaban por considerarnos idiotas, es decir, privados de albedrío. Pero claro, quienes tienen esa concepción sobre la libertad en el fondo, y en terminología popperiana, son solamente sus enemigos.