Desde que tenemos uso de razón y cierta memoria que oímos hablar de las cumbres del clima, todas ellas asociadas, con más o menos éxito, al nombre de la ciudad donde se celebran, como los estatutos de autonomía. Así, hay lugares que han pasado sin pena ni gloria y se quedan ignotos en algún rincón de la historia y de otros que siguen sonando en nuestra cabeza, como sería el caso del Protocolo de Kioto o los Acuerdos de París. La cumbre japonesa fue en 1997 y era la tercera, pero no entró en vigor hasta el 2005, que se ve que había prisa. La de Francia fue lo 2015 y era la vigésimoprimera, pero establecía que sus medidas se aplicasen a partir del 2020, que tampoco hay que correr. Dieciocho años de diferencia entre la una y la otra, convenios internacionales diversos, fechas de caducidad ya superadas y la casa por barrer. Ahora, Glasgow se suma al listado de ciudades famosas que practican aquello de que después de un día viene otro.

Repasando los acuerdos a que se llegó entonces encontramos conceptos como reducir las emisiones del 2008 al 2012 (tictac, tictac) o mantener el aumento de la temperatura media global en un poco menos de 2 °C (matener, oye, no reducir, y una pelín menos de 2, no fuera que concretando la cifra algunos países no firmaran y no pudieran hacerse la foto final). La sensación es que ne cada cumbre van alcanzando los años permitidos para emitir gases a la atmósfera, tira para delante y quien venga detrás nuestro ya se lo encontrará. Estiran como un chicle la tolerancia, hacen la vista gorda y el año que viene ya nos volveremos a encontrar en otra capital e iremos, claro está, con los nuestros jets privados, por aquello de dar ejemplo. Evidentemente que quiero creer en la buena voluntad y el saber hacer de algunos mandatarios y en la mayor concienciación de determinados países, sin embargo, estamos donde estamos y -como decía al querido poeta- más vale saberlo y decirlo.

La naturaleza está pidiendo a gritos una transfusión y nosotros le exigimos que se haga donante de sangre

Después de dos semanas de cumbre y miles de horas de negociaciones, en Glasgow finalmente se ha consensuado un texto. Otro para la colección de los no vinculantes. El sorprendente redactado no obliga a limitar el calentamiento global en 1,5 grados (hemos mejorado en medio grado) pero, a cambio, sí que lo incluye como objetivo a alcanzar antes de (¡atención!) finales de siglo, que no hay que ser tan ambiciosos, que nadie nos persigue. Efectivamente: final de siglo, cuando quizás ya sea demasiado tarde (que ya lo es ahora, de hecho). Se trata de un acuerdo imperfecto -por no decir vergonzoso- que, para acabar de arreglarlo, incluye una cláusula que la India ha colado en tiempo de descuento: con respecto a la eliminación progresiva del carbón, el país asiático ha exigido cambiar el concepto eliminar por el de reducir y ha incrustado una coletilla: "teniendo en cuenta las circunstancias nacionales de cada país". O sea, que cada uno podrá hacer lo que quiera según su beneficio y su interpretación partidista e interesada.

Que el cambio climático es una realidad tangible y no una amenaza posible ya lo sabe todo el mundo pero, globalmente, no se actúa en consecuencia. Y sí, la crisis ambiental está haciendo estragos, sin embargo las decisiones políticas acaban de clavar la banderita con sus decisiones. En nuestro país, por ejemplo, hemos conocido hace poco los presupuestos de la Generalitat de Catalunya: el Govern prevé destinar 120 millones de euros al proyecto del Hard Rock en Vila-Seca y Salou (junto a Port Aventura) y solo 6 miserables millones de euros a la protección del Delta del Ebre, toda una Reserva de la Biosfera. Cuestión de prioridades, suponemos.El marco mental de un político suele ser de 4 años. La mirada que hace falta para la Tierra requiere de una mayor amplitud y pensar a largo plazo: como humanidad y no de legislatura en legislatura.

Este pasado fin de semana la barra del Trabucador, en el Parque Natural, ha vuelto a romperse. No ha hecho falta ningún Gloria ni ningún Filomena, con la primera levantada sencillita de otoño ya ha sido suficiente para inundar la playa y partirla por varios sitios, sumergiéndola. La naturaleza está pidiendo a gritos una transfusión y nosotros le exigimos que se haga donante de sangre. Ignoramos el tratamiento, a pesar de tener hecha la diagnosis. No se puede, por lo tanto, alegar ignorancia. Conocemos el problema y su gravedad pero decidimos mirar hacia otro lado o hacer actuaciones ridículas para que nunca se pueda decir que no se hizo nada, pero a la hora de lamentarse todos se ponen delante de todo de la fila con cara de compungidos.

Uno de los países que ha intervenido en la cumbre de Glasgow es Tuvalu, una isla en medio de la Polinesia. Con menos de 12.000 habitantes es el estado menos poblado del mundo, después del Vaticano. Su ministro de asuntos exteriores, Simon Kofe, no se desplazó hasta la ciudad escocesa y el discurso fue por videoconferencia: apareció con traje, americana y corbata incluidas, y con el agua casi hasta la cintura, dentro del mar, en medio del Océano Pacífico. Casi que no había que escuchar el discurso: la imagen hablaba por sí sola. A ver cuándo Pedro Sánchez o Pere Aragonès vienen al Delta del Ebre y hacen una rueda de prensa desde el Trabucador, arremangados con el agua hasta las rodillas. Y que vengan en transporte público, en tren, que es más sostenible y no genera tantas emisiones. Otra cosa será que con la Renfe y Rodalies llegarían tarde, claro está, como también llegamos tarde para salvar el planeta.