Si fuera editora, propondría una retahíla de libros clásicos que nuestra gente, los coetáneos que compartimos el ahora y el aquí, tendría que leer. Y no porque piense que los escritores vivos no escriben correctamente —algunos son colosales e imprescindibles—, sino porque nos conviene mucho combinar novedad con puntos de referencia. Y los clásicos nos reubican. La gracia de los clásicos es esa perennidad que llevan intrínsecamente dentro, porque tienen que ver de forma muy íntima con la vida. Y leerlos es una actividad que provoca placer.

Si leemos con placer alguna frase, historia o palabra es porque han sido escritas con placer. Nos lo decía, convencido, el filósofo Xavier Antich a un grupo de almas inquietas que nos reunimos hace un tiempo en la isla de Menorca, en el imponente caserón de Mongofre, en un fin de semana fascinante dedicado a entender por qué nos gusta leer, cómo es que nos cautiva el arte, por qué necesitamos la belleza. Antich exponía con vehemencia que los clásicos son "imprescindibles como herramientas en el camino en una vida intensa plena y madura, una vida autoconsciente y crítica." La lectura de los clásicos nos permite "flexibilizar la cabeza, hacerla creativa", sostiene Xavier Antich. Una acción para hacer de la vida algo lúcido e inteligente. Es, por tanto, una necesidad democrática y social frecuentar la lectura y los clásicos, mantener un contacto familiar y no esporádico con ellos, para nutrirnos y hacernos mejores ampliando nuestro universo, convirtiéndolo en más rico, complejo, sutil y deseable. A través del acto de la lectura salimos de nosotros, del cercado de nuestra intimidad privada, de nuestras cosas —que son siempre cositas, según Antich— para recibir mundos cuyo origen no somos nosotros y que nos llegan a través de la escritura. Vivimos muchas más vidas, leyendo.

A menudo nos complace lo que leemos, o escuchamos, pero también nos puede causar mucho dolor o hacernos inmensamente felices. Con las palabras se nos revela la interioridad de aquellos con quienes compartimos el espacio común. A través de las palabras, los universos de los otros se hacen accesibles para nosotros; gracias a las palabras, nuestro mundo es un mundo en común. El autismo o el Alzhéimer nos privan el acceso a través de la palabra al mundo interior de aquellos que amamos; encontramos otras fórmulas, ciertamente, pero nos duele sobre todo no poder acceder al mundo interior de alguien que, sin embargo, es muy próximo a nosotros.

El lenguaje es el misterio que nos arranca de los códigos de señales predeterminados. Y la escritura nos caracteriza porque detrás de las palabras hay pensamiento, y no solo mecánica. Escribir, y leer, implica al alma. María Zambrano explicaba que en la escritura retenemos las palabras, no nos desprendemos de ellas, tenemos tiempo para entretenernos y apropiarnos las palabras. No todo el mundo tiene capacidad de escribir, mucho más extendido es poder leer. Leer es implicarse, completar el texto y darle sentido.

Leer cansa, nos recordaba Xavier Antich, porque el acto de leer "exige mucho de nosotros, es toda una actividad neurológica: nos pone ante la vida de los otros y tenemos todo un campo de batalla, oímos una voz que no es la nuestra". En los llamados "Talleres aislados" de Menorca, Antich glosaba a Italo Calvino y las razones para leer a los clásicos, y una es que nunca acaban de decir todo lo que tienen por decir, siempre podemos volver a ellos y siempre están vivos. En un mundo caduco y huidizo, donde se matan las experiencias a golpe de Instastory en Instagram, donde la perennidad parece pasada de moda, donde vivimos instalados en el cambio permanente, lo mejor que podemos hacer es regalarnos tiempo para volver a los clásicos, para reencontrarnos a nosotros mismos clásicos. Tenemos que leer no para informarnos, sino para formarnos. Somos seres en continua progresión, nuestra identidad se va creando con los estímulos que recibimos, y podemos escoger y canalizar. Leer, leer para encontrar aquel pico de hielo que rompa el mar congelado que llevamos dentro, en palabras de Kafka. Leer para vivir más. Leer para desintoxicarnos de la hipertrofia de la imagen. Leer para conjurar el tiempo, leer para impugnar la narrativa imperante de la superficialidad. Leer para volver a aprender a existir, más y mejor.