Cuando se trata de personas y grupos, siempre es muy complicado encontrar causas únicas y efectos puros. Normalmente, hay muchas causas que producen un determinado resultado, causas entrelazadas de manera tal que no se pueden separar unas de otras. Por ejemplo, no se puede eliminar una sin que las otras se modifiquen en naturaleza o intensidad. Los resultados a menudo son resultado y causa al mismo tiempo.

Pienso en todo esto viendo la euforia europea —y muy especialmente catalana— por la victoria de Joe Biden frente a Trump. Realmente el magnate engreído y trastornado ha conseguido que muchos, en los Estados Unidos y en el mundo entero, no lo soporten. Eso ha hecho que un candidato tan poco atractivo —aunque algo más que Hillary Clinton— como Joe Biden se haya convertido en el presidente más votado de la historia. Una parte importante de los EE.UU. se ha movilizado para echar a Trump, y para conseguirlo, habría votado a quien fuera.

Donald Trump es, sobre todo, una consecuencia, una consecuencia de una fuerte división, de un estropicio en la sociedad americana. Un estropicio que no ha causado Trump. Él, simplemente, ha sabido encarnar un determinado y muy profundo malestar y, claro, al hacerlo, y especialmente al hacerlo desde la Casa Blanca, ha contribuido a expandir y hacer cristalizar este malestar. La fractura en los EE.UU. se produce entorno un montón de cuestiones de fondo, que tienen que ver con las creencias y los valores. Eso hizo que el pasado 3 de noviembre no fuera una disputa sólo sobre Trump. También era una batalla identitaria. Una batalla entre dos maneras de ver América y, en consecuencia, de verse a uno mismo. O sea, una batalla muy personal: ¿quiénes somos? ¿Quién soy?

Los ocho años de la presidencia de Obama (2008-2016) simbolizaron el cambio. Un cambio que hacía decenios que se había empezado a forjar. Un cambio que ha transformado América, desde muchos puntos de vista, empezando por el color de la piel y la manera de ver el mundo de su gente. Hasta que Obama no entró en la Casa Blanca, este cambio no se hizo completamente evidente. Obama encendió todas las alarmas. Fue un choque. Véase, al respecto, el libro Cultural backlash: Trump, Brexit, and authoritarian populism, de Pippa Norris y Ronald Inglehart, en el cual se construye en detalle el argumento de la reacción de una parte de América contra la otra.

La movilización de aquellos que de ningún modo se reconocen en los EE.UU. de Obama y que además se consideran olvidados, abandonados y despreciados por su propio país, votaron a un payaso maleducado, sí, pero un payaso que decía en voz alta muchas de las cosas que ellos sentían y pensaban. Y no solamente eso: a pesar de los cuatro años transcurridos, muchos, muchísimos, lo han vuelto a votar ahora. Un dato: en el momento de escribir estas líneas, Trump ha obtenido más votos en estas elecciones que Barack Obama en su triunfo histórico del 2008.

Biden, que, como Kamala Harris, se sitúa en la moderación política, en el centro, ha insistido en que quiere unir y curar el país. No esperen grandes reformas de esta presidencia, pues

"La Base", como he visto que llama Richard Sennett a la América desconcertada, irritada y radicalizada, no desaparecerá de un día para otro. Tardará mucho tiempo, quizás algunas generaciones. La fractura social es enorme, y la polarización política, con dos extremos retroalimentándose, ha erosionado el terreno central, aquel terreno común imprescindible para poder debatir civilizadamente y salir adelante. Este es un gran problema para los EE.UU., una enorme fragilidad interna, que provoca también fragilidad más allá de sus fronteras.

Biden, que, como Kamala Harris, se sitúa en la moderación política, en el centro, ha insistido en que quiere unir y curar el país. Biden, si quiere curar una herida tan dolorosa y profunda, tendrá que hacer muchas concesiones a la Base. Significa, eso, descontentar a mucha gente, y especialmente a la beligerante y muy activa ala izquierda del Partido Demócrata. No esperen grandes reformas de esta presidencia, pues. Además, con todo, perfectamente puede pasar que, en vez de unir, lo que consiga Biden es ser mal visto tanto desde un lado como desde el otro, mientras la división crece.

Escribía días atrás justamente Sennett: "En los años setenta, yo pensaba que las heridas ocultas de la lucha de clases podían curarse, en parte, mediante interacciones próximas y personales con personas diferentes. Hoy no tiene sentido mantener la esperanza. He perdido mi capacidad de empatía. El lema "unir el país" pierde cualquier posible sentido ante un grupo como la Base, que se ha endurecido y se acerca cada vez más a la extrema derecha".

Ana Palacio, exministra de Exteriores y exvicepresidenta del Banco Mundial, ha señalado que con Joe Biden, además de unas formas diametralmente opuestas a las de Trump, volverá la previsibilidad a la política exterior americana. Y una Casa Blanca que no practicará el aislacionismo, sino que querrá reparar y volver a ejercer su liderazgo —limitado y lejos del papel de "policía global"— en el contexto internacional.

Como ha prometido, seguramente Biden volverá a los Acuerdos de París contra el cambio climático y a la OMS. Las relaciones personales con la gran mayoría de líderes europeos mejorarán —al fin y al cabo, es un señor educado y amable—, pero nada volverá a ser como en los buenos tiempos. Por ejemplo, con respecto al comercio y la economía. El nuevo presidente aplicará, como ha hecho Trump, políticas proteccionistas para preservar la economía y los puestos de trabajo americanos.

La UE, por su parte, tiene que procurar, claro, trabar alianzas con los Estados Unidos, pero sabiendo que, fundamentalmente, tiene que espabilarse sola. Tiene que nadar sin flotador. Es hora, en este sentido, cuando el centro de gravedad del poder se ha desplazado al Pacífico, que los dirigentes europeos hagan un paso decidido hacia adelante. No será fácil en absoluto, dado que Europa tampoco se encuentra, ni mucho menos, en su mejor momento.