Mijaíl Serguéyevich tenía cara de buena persona pero, sobre todo, de persona. Gustaba por eso. En 1985 se convirtió en el hombre con mayor poder autoritario del planeta y, sorprendentemente, también en el primer rostro simpático que encontrábamos en toda la historia universal del comunismo. La cara afable y prudente de Gorbachov no estaba prevista, ni sus modos discretos, de gran nobleza. La Unión Soviética también tenía colas interminables y humanos despersonalizados que se vigilaban y se denunciaban mutuamente. Quizá por eso no contábamos con descubrir a Gorbachov, al final de la larga cola de tiranos soviéticos que se atrevían a exhibirse como personas admirables, como superhombres, como hombres nuevos cuando eran más viejos que la tiña. Ellos ni lo sospechaban, naturalmente, pero los conocíamos muy bien a todos, desde siempre. Los llevábamos dentro porque salían directamente de las viejas pesadillas de toda la vida. De la íntima experiencia del género humano con el terror. El comunismo fue también eso, la experiencia íntima del miedo. El policial y el nuclear.
No eran hombres nuevos, ni hablar, solo es que venían de otro planeta, de un planeta convertido en una inmensa colonia penitenciaria, en un psiquiátrico, en un purgatorio corregido y aumentado donde todo el mundo nacía culpable y donde las pistolas siempre tenían razón. Aquellos hombres extraños y deformes, kafkianos, no eran nuevos, por favor. Yuri Andrópov, Konstantín Chernenko, por ejemplo, conservaron el poder como hacen siempre los homínidos, masacrando e intimidando a cualquier competidor. También aquel gato sanguinario, gigante, de Leonid Bréjnev que un día quiso morrearse con Fidel Castro y por eso el otro no se atrevía a quitarse el puro de la bocaza que tenía, bastante más grande que revolucionaria. Todos aquellos individuos parecían como deformados, tan exageradamente siniestros y masculinos como del todo inverosímiles, tan crueles como grotescos, tan inhumanos que no parecían de nuestro mundo, como lo era Gorbachov. No, la cara hinchada, de boxeador sonado, de Nikita Jruschov no nos inspiraba nada bueno. Ni la mirada fría, hierática, de Iósif Stalin, uno de los mayores criminales de la historia. O los ojos de Lenin, empequeñecidos por la sed de venganza y de sangre, por el delirio del poder sin límites.
Gorbachov confirmó por la vía de los hechos que el paraíso comunista era una formidable estafa
Al principio Gorbachov parecía solo distinto y ya está. Sin embargo, después acabamos dándonos cuenta de que era mucho más que buena impresión. Que se trataba de un hombre bueno, sereno, cuerdo, de una especie de filántropo que venía del frío, de aquel paraíso de hombres que se sentían muy hombres solo a través del crimen y del autoritarismo. Gracias al botón nuclear con el que podía hacer estallar el planeta en cualquier momento. Porque, efectivamente, Gorbachov confirmó por la vía de los hechos que el paraíso comunista era una formidable estafa. Y que, por eso, no recibía inmigrantes mientras que todo el mundo que podía huía de ahí, como pasaba en Berlín Oriental. Por eso cayó el muro. Gorbachov gustó instantáneamente porque fue el único que no parecía ni un dogmático ni estar enloquecido con setas atómicas. Él mismo explicaría, años más tarde, que se consideraba el único secretario general soviético auténticamente socialista que tuvo la URSS, atención. Consideraba al socialismo como una especie de humanismo, de beneficencia pública. Solo quiso fijarse en las buenas intenciones del socialismo teórico que había estudiado en los libros. E imaginaba que, quizás, con un esfuerzo económico colectivo, se podría conseguir la auténtica igualdad y fraternidad entre conciudadanos. Cuando quiso introducir la libertad en aquel razonamiento revolucionario, todo el invento se fue a la mierda.
Gorbachov ha pasado a la historia, precisamente, porque no se equivocó y porque acabó con la dictadura y el imperialismo rusos. A cambio de la libertad.
Muchos locos manicomiales se imaginan que son reyes absolutos, o Napoleón o que, de alguna forma, detentan el poder del país. Que ellos solitos pueden mejorar el mundo. Este fenómeno ayuda a explicar la íntima relación que existe entre el poder y la locura, esto desde siempre y en todo el mundo. Desde Calígula a Trump, desde el rey Lear a Vladimir Putin. El loco y el autócrata son los dos tipos de seres humanos que más se asemejan. Porque como pasa con el ebrio, no saben parar a tiempo y decir que ya es suficiente, basta. Hay personas que, al conseguir el poder, no se vuelven más sensatas debido a la gran responsabilidad que se les viene encima. El poder no las mejora sino que las alcoholiza. Por el contrario, pierden el sentido de la realidad y de la prudencia, se consideran infalibles, impunes, fanáticas. Como el irrecuperable Mao Zedong, que un día decidió exterminar a todos los gorriones de China porque, en su opinión, robaban al pueblo comunista el grano de las cosechas. Gorbachov ha pasado a la historia, precisamente, porque no se equivocó y porque acabó con la dictadura y el imperialismo rusos. A cambio de la libertad.
Gorbachov tuvo el poder absoluto. Y prefirió desarmar a la URSS que continuar acumulando bombas atómicas. Y decidió renunciar, contra sus convicciones patrióticas, al imperio soviético antes que convertirse en un genocida cuando se sintió acorralado. Pensaba que la vida humana es siempre más importante que el imperio de tu país. En realidad hacía exactamente lo mismo que Winston Churchill respecto al imperio británico. Sabía renunciar a tiempo. Gorbachov no fue un político romántico ni un soñador como algunos quieren presentarlo ahora para ridiculizarle. No necesitaba exhibir su masculinidad para creer en ella. Ni se avergonzaba cuando decían que era poco hombre o un perfecto calzonazos con su esposa Raísa Gorbachova, la chica más bonita de la facultad de Derecho. La mala educación de los demás le impresionaba más bien poco. Gorbachov simplemente sabía hasta dónde estaba dispuesto a participar en política. Y prefirió dejar el poder antes de perder el sentido común. Porque creía en los valores europeos y occidentales más que en los asiáticos. Por eso hizo exactamente lo contrario que Deng Xiaoping y nunca protagonizó una masacre como la de Tiananmén.
En cierta ocasión, poco antes de su muerte, le preguntaron si era preferible la libertad o la seguridad de la dictadura. Se quedó unos segundos pensativo. Y es que Gorbachov no se precipitaba. Además, llevaba dentro a su literatura rusa, que no había leído para pasar el rato. Se sabía muchos poemas de memoria. Y sabía también lo que querían decir esos poemas. Llevaba toda la literatura en su interior porque la comprendía, porque formaba parte de su vida íntima. Porque a través de la literatura lo veía todo mucho más claro. Porque había entendido que la literatura no es un dogma sino una forma de convivir con la complejidad del mundo, con la contradicción. Con la dificultad del mundo, con la diversidad. La literatura le servía para vivir. Y para reírse, para relativizar. A diferencia de la mayoría de los políticos y ciudadanos que nacen, crecen, se reproducen y mueren sin leer ni entender los libros, sin literatura, Gorbachov creía en el poder edificante de la lectura. Creía que la palabra te cura. Que la literatura está muy por encima de cualquier ideología, incluido el socialismo en el que él creía.
¿Qué es mejor, le volvieron a preguntar, la libertad o la seguridad? Gorbachov se removió, incómodo, en su asiento. “No te responderé yo, sino un auténtico demócrata”, dijo por fin, desafiante. Y fue entonces cuando le brillaron los ojos, cuando se quitó la rabia de dentro. Porque se puso a recitar un trozo del poema de Pushkin, el poema Para Chaadaíev, y se sintió de nuevo a gusto, exactamente en el lado de la historia donde quería estar:
“...Mientras en nuestro interior arda la libertad,
mientras en nuestros corazones esté latiendo el fuego del honor,
amigo mío, dediquemos esas llamas a la patria...
Porque su tan duro esfuerzo no será en vano,
ni se perderá la elevada aspiración de los pensamientos.
Rusia se despertará del letargo
y nuestros nombres quedarán inscritos
por encima de los escombros de la autocracia.”