Desde hace mucho tiempo he manifestado públicamente y por escrito que, cuando a un cargo electo se le abre juicio oral o es firme el procesamiento, cosa que, a efectos prácticos, viene a ser lo mismo, el interesado debe dimitir. Debe hacerlo no porque lo imponga la ley que, salvo excepciones, no lo impone, sino por pura ética política, porque estamos ante un conflicto de intereses. No vale alegar toda la fortaleza moral y personal del mundo, ni que todos los apoyos del mundo le sean mostrados al interesado. No va de eso. Va de que no se puede ejercer un cargo público electivo y al mismo tiempo enfrentarse a un juicio oral, es decir, ejercer con plenitud y sin ningún tipo de restricciones el derecho de defensa. Liberado, pues, de las cargas públicas, el electo puede centrarse en su defensa. Es, ciertamente, una carga ética, que los electos arrastran. Ser representante de la ciudadanía comporta unos derechos, incluso ciertos privilegios, pero también es, ante todo, un mandato moral.

En Catalunya, abanderada en el terreno institucional de la lucha contra la corrupción, por unanimidad, en 2017, como ya es bien sabido, se introdujo, a consecuencia de la poca ejemplaridad de un puñado de políticos influyentes —además arropados, con vergüenza ajena, a la puerta de los juzgados por sus compañeros de partido—, una reforma en el reglamento del Parlament. Reglamento que es, de hecho, una ley y no una mera norma administrativa, todo sea dicho de paso. El ya famoso art. 25.4 del Reglamento impone de forma inmediata a la Mesa del Parlament, tan pronto como se tenga conocimiento de la abertura del juicio oral contra uno de sus diputados, si lo es por un delito vinculado a la corrupción, su suspensión. No depende, pues, de la voluntad del electo, a menos que haya dimitido antes de este acuerdo obligatorio y no facultativo de la Mesa del Parlament. La suspensión, a diferencia de la inhabilitación por sentencia firme, no comporta la pérdida de la condición de diputado; tan solo esta suspensión, con los efectos que el estatuto del diputado fija en cuanto a retribuciones y otras consideraciones, que ahora no son del caso.

La cuestión radica en estos momentos, si no hay dimisión por parte del implicado, en saber si los delitos por los cuales será sometido al escrutinio del juicio penal público, están vinculados, como dice el Reglamento del Parlament, a la corrupción. La corrupción es una categoría politicocriminal, no un delito en sí, como ya expliqué en una pieza anterior. Si no hay unanimidad al respecto por parte de los miembros de la Mesa, hace falta el dictamen de la Comisión del Estatuto de los Diputados. Dictamen que se adoptará, como todos los dictámenes parlamentarios, por mayoría y será, lógicamente, vinculante para la Mesa que tendrá que actuar en consecuencia, sea acordando la suspensión o la continuidad del diputado en pleno ejercicio de su condición de representante popular.

Atribuir la abertura del juicio oral contra Borràs a una persecución del independentismo resulta un posicionamiento quizás osado vistos los hechos que se relatan en los autos judiciales conocidos sobradamente

Hasta aquí una exposición que diría que es por lo común aceptada. A partir de aquí, sin embargo, empiezan los problemas funcionales y políticos, es decir, cuando se concreta todo lo que acabo de exponer. En efecto, la diputada contra la cual se ha abierto juicio oral es la presidenta del Parlament, Laura Borràs. Esta nueva situación conocida ayer desatará unos problemas que, debe decirse, eran patentes desde hace meses para todo el mundo, tanto en el Parlament, en sus grupos, como para JuntsxCat, partido del que Borràs es la flamante presidenta, todavía no hace cien días.

La primera cuestión es de peso. Sin embargo, no resulta nada compleja. La reunión de la Mesa del Parlament que se convoque para abordar el artículo 25.4 tiene que ser con la abstención, bajo pena de nulidad, de la misma Borràs. Y no puede ser sustituida por ningún otro diputado, que no sea, como dispone el Reglamento, la vicepresidenta primera. Duro, pero claro. Y a partir de ahora curvas cerradas y empinadas. El Reglamento no define qué son delitos vinculados a la corrupción. Tiene que ser caso por caso, lo que introduce las odiosas comparaciones. Así, ninguno de los implicados en los delitos relacionados con el 1-0, ha sido suspendido, pues, aunque se les imputan delitos propios de los funcionarios públicos, nada tienen que ver con la corrupción: nadie ha tenido esta ocurrencia. Más dudoso es el tema que afecta a Borràs: la presunta asignación de 18 contratos menores, fruto de la fragmentación y sin competencia ni concurrencia real de terceros, a una sola persona —también acusada—, durante cuatro años, por importe de más de 330.000 euros. Según mi opinión, huele a favoritismo, es decir, a corrupción. Pero no soy diputado ni, por lo tanto, lo tengo que decidir.

Quien tiene que decidirlo es la Mesa del Parlament. Y en un parlamento, las cuestiones se deciden por mayorías. El recurso a la Comisión del Estatuto de los Diputados solo tiene lugar si hay dudas, no en el caso de que no haya unanimidad. O dicho de otra manera: la presidenta Borràs podría ser suspensa en su condición de diputada si lo decide la mayoría de la Mesa. Si hubiera dudas respecto del carácter corruptivo de los delitos, pasaría, entonces sí, a dictamen de la referida Comisión. A su vez, decidiría, también por mayoría, de forma vinculante para la Mesa, ya que si su opinión no fuera vinculante, perdería todo su sentido esta previsión reglamentaria.

La presunción de inocencia en nada se ve afectada por el artículo 25.4. En contra de un tendido demagogia o ignorancia, la presunción de inocencia es un derecho fundamental del cual disfruta cualquier justiciable dentro de los palacios de justicia

La tercera cuestión que ahora se puede enunciar radica en saber si, suspendida la presidenta de la condición de diputada, la sustituirá hasta que pudiera ser restituida o termine la legislatura la vicepresidenta primera o bien habría que proceder a la elección de una nueva presidenta.

Dos observaciones finales. La primera: atribuir la abertura del juicio oral contra Borràs a una persecución del independentismo resulta un posicionamiento quizás osado vistos los hechos que se relatan en los autos judiciales conocidos sobradamente. Decir que por los mismos hechos otros políticos no han sido perseguidos judicialmente también resulta osado. Abundan las condenas de cargos de la cosa pública que no han manifestado el comportamiento oficial que la confianza depositada en ellos por el público merecía. Empíricamente, no nos encontramos ante un procedimiento fuera de los estándares habituales. En todo caso, lo que no se ve acertado es reivindicar la igualdad en la presunta ilegalidad. La igualdad solo es predicable dentro de la legalidad.

La segunda cuestión viene referida a la presunción de inocencia. Ahora bien, lisa y llanamente: la presunción de inocencia en nada se ve afectada por el artículo 25.4. En contra de una extendida demagogia o ignorancia, la presunción de inocencia es un derecho fundamental del cual disfruta cualquier justiciable dentro de los palacios de justicia. Ni en la opinión pública ni en la arena política hay presunción de inocencia. Si alguien se ve descalificado indebidamente, puede acudir a los tribunales civiles o penales y defender su honorabilidad, pero por ataque a su honor o a su imagen, no a su presunción de inocencia.

Al fin y al cabo: estamos ante una convulsión totalmente previsible en la que el Parlament tendría que responder con altura de miras, tal como le corresponde. Solo recordar algo elemental: el Parlament no es un ente abstracto, sino que lo integran los diputados, fruto de la representación popular, que han sido escogidos de las listas que los partidos han decidido soberanamente. O sea que, al decir Parlament, decimos partidos.