Hay momentos que retratan todo un carácter, una manera de hacer y de pensar. La escena de ayer en el Parlament, con la consellera Romero mencionando los famosos “18 meses para hacer la independencia”, con esa ironía con la que a menudo se disfraza el empacho del poder, incomodó a Junts (que a través de Toni Castellà le recordó que el referéndum, contra todo pronóstico, se celebró) y a ERC (Josep Maria Jové la dejó clavada en el escaño para decirle que no frivolizara con el 1-O). Pero, sobre todo, evidenció un estilo (un capteniment, en lenguaje parlamentario) que desde hace años sobrevuela la política catalana: la condescendencia sistemática hacia el independentismo. Un ademán que no es accidental ni anecdótico, sino estructural. De estructura mental, quiero decir. De perdonavidismo congénito.
En el “gobierno de todos” de Salvador Illa, como en Rebelión en la granja de George Orwell, unos son más “todos” que los otros. De entrada, viene a insinuar que los gobiernos anteriores eran “parciales”, o “sectarios”, de manera inevitable. “Todos” es aquello que los socialistas deciden que es “todos”, del mismo modo que la “Catalunya real” siempre ha sido aquella donde los socialistas designan qué es la realidad. El mensaje implícito es inequívoco: “Vosotros, los que hicisteis el 2017, solo hacéis que dividir y soñar; el país real lo representamos nosotros”. El socialismo catalán ha convertido esta frase de apariencia inclusiva en una especie de paraguas pedagógico desde el cual sermonear a la mitad del país.
Me atrevo a informar de lo siguiente: el independentismo supone aproximadamente la mitad del país (la mitad de ese famoso “todos”). Añadiré que los que creen en el derecho de autodeterminación son un número aún mucho mayor. Y añadiré, además, que teóricamente los socialistas dependen de los independentistas, en Barcelona y en Catalunya y en Madrid (en este último espacio, incluso la cuerda ha acabado rompiéndose). Quiero decir que todos estos catalanes, ese sector de la sociedad que es muy y muy numeroso, merecen un respeto. Primero, porque existen. Piensan. Votan. Segundo, por lo que consiguieron en un 1-O colosal y emancipador. Y, finalmente, por el precio que muchos han tenido que pagar en forma de represión masiva e injusta.
Pedro Sánchez lo formula de otro modo: “Hemos pacificado Catalunya”. La pacificación (palabra de un paternalismo tropical, casi colonial) presupone que había bárbaros, insurgentes, seres agitados que debían ser serenados. El relato es claro: Catalunya tenía un problema, el socialismo lo ha resuelto sin tener que abordar el conflicto real. Olvidemos, allanemos, cambiemos de tema, quitemos la cuestión de la agenda. Reduzcámoslo todo a una especie de alboroto emocional infantil, que solo hay que tranquilizar con ibuprofeno y con “convivencia”. La sorpresa que les espera.
Ya lo saben, pues: el socialismo gobernante es el adulto responsable y racional, y el independentismo es el menor de edad irresponsable y emocional
En Barcelona, Jaume Collboni se ha permitido calificar la independencia de “quimera”, con la tranquilidad de quien da una clase magistral a alumnos espabilados pero equivocados. No le parecen quimeras, en cambio, los derechos LGTBI ni la cuestión Palestina. Solo la independencia o la autodeterminación son sueños inútiles, deseos de adolescente. Es ese “imposible” que, lamentablemente, también suscribe Andreu Mas-Colell con un tono de “yo ya lo decía” que me deja totalmente estupefacto. Y es que no solo los socialistas padecen la ceguera de la condescendencia, ciertamente. Veremos, me temo que no muy tarde, quién es más iluso: el enterrado o el enterrador.
Ya lo saben, pues: el socialismo gobernante es el adulto responsable y racional, el independentismo es el menor de edad irresponsable y emocional. En los medios públicos catalanes ya se habla del procés (cuando se habla) con el mismo tono con el que se describe un accidente doméstico, y todo siguiendo la línea marcada por Salvador Illa cuando era jefe de la oposición (cuando, literalmente, decía que “TV3 no cumple los objetivos de cohesionar Catalunya”). El resultado no son unos medios más cohesionadores, sino unos medios que van perdiendo temple y alma. Y es que no se puede cohesionar nada prescindiendo, como decía, del pensamiento de la mitad a la que se intenta cohesionar. No funcionará. De hecho, ya no funciona.
El trato a los exiliados y a los encarcelados es otro capítulo de cinismo político. Una parte del socialismo habla de ellos con una compasión casi ornamental, como quien habla de un familiar lejano que se ha complicado la vida por culpa de sus ideas o sus tendencias al vicio. Pero los hechos son tozudos: todavía hoy ser independentista puede llevarte a juicio, a la ruina o a la cárcel. No es una metáfora, es un régimen jurídico. Y es también una clasificación civil de la que los socialistas hablaban no hace tantos años: catalanes de primera y catalanes de segunda. Ahora ha quedado claro que los de segunda han sido siempre los que deben vigilar qué firman, qué proclaman y qué dicen.
Me lo advirtió un joven socialista hace dos años en un acto donde coincidimos, poco antes del pacto Collboni-PP: “Nos lo habéis hecho pasar tan mal que ahora no tendremos ningún tipo de escrúpulo”. Evidentemente, lo dijo en nombre del diálogo, la concordia y la convivencia entre todos los pueblos de España.
