Empecé el año pasado certificando, fatigado, que las cosas, en especial todo aquello relacionado con el deseo y la vida misma, se acaban tarde o temprano. Esta simple constatación, tan fácil de averiguar como peliaguda de rumiar, me regaló unos cuantos meses de insoportable angustia. Soy terriblemente cobarde a la hora de afrontar el dolor corporal y los ataques imprevistos de pánico (primero un cierto martirio en el brazo izquierdo, concretamente debajo de la axila, después el latido convulsivo en el pecho y la consiguiente falta de aire; finalmente, el mareo y el sudor) estuvieron muy cerca de ablandarme el cráneo. La mayor parte de los días solo podía viajar entre el hogar y la biblioteca, que aún hoy es mi máquina predilecta de pensamiento; cuando tenía que ir al teatro o de concierto, buscaba un palco con la avidez de la viuda que querría evitar la antigua querida de su marido. De noche solo me calmaba el humo de un cigarro y, una vez dentro de la cama, sentir que Spielmann respiraba remolona, aprobándome la asignatura del amor.

Ya tiene cojones que me haya pasado la vida leyendo a Baudelaire, a Ors, a su tía en patinete... y no haya entendido una puta mierda 

Afortunadamente, este año se me han disipado las fiebres, quizás porque todos los que me saludaban para morir han conseguido una maravillosa prórroga. He intentado transformar la prudencia en una forma de coquetería y, cuando es estrictamente necesario aproximarse a la multitud, disfruto como un agente secreto espiando a la peña desde los márgenes. Primero pensaba que el dolor había huido de la carcasa gracias al poder omnímodo del Escitalopram, pero lo de la química es solo un objeto de tranquilidad profiláctica; la clave de todo, y mira que también era fácil de entender, se basa en disfrutar del aburrimiento. Ya tiene cojones que me haya pasado la vida leyendo a Baudelaire, a Ors, a su tía en patinete... y no haya entendido una puta mierda. Pero bueno, insisto en eso de que comprender no tiene mucho que ver con asumir, y por eso debo insistir en que el mal puede curarse abrazando el tedio y dejando-de-hacer. Tiene todavía más tela marinera, ángelamaría, que un hegeliano acabe cediendo a la Gelassenheit del jodido Heidegger.

Intento escribir esto último con un poco más de exactitud, sin caer en esas pollas en vinagre estoicas según las cuales hay que encontrar la paz en cierta distancia abúlica de las cosas, para darse tiempo y blablablá. Pero no lo consigo; de hecho, he seguido mirándome el mundo a toda hostia, aunque sea parapetado en mi canción, ya me dirás qué mandanga de metáfora. Hace tiempo, Punsoda me dijo que utilizar la ironía para sobrevivir me había ido bastante bien para flotar en el estruendo del mundo, pero que la distancia hacia las cosas (y las mujeres, seguramente) me había convertido en alguien incapaz de escribir (quizás también quería decir de amar). Por eso he intentado hacerme amigo de algunos objetos del barrio con la intención de iniciar un pequeño affair; de momento solo les hablo yo, pero diría que algunas estatuas de cerca de casa están a punto de responderme. Esta práctica no solo es idónea para parecer un loco; también va muy bien para tratar a los amigos como un guiso difícil que hay que alimentar diariamente.

Pero todo esto, con buen entendimiento, seguramente os la suda un rato largo. Al fin y al cabo, somos un diario de política y supongo que sería necesario hablar un poco de nuestra tribu. Pues bien, la cosa no diferiría mucho de lo que me pasa en el cuerpo; desde hace unos meses, parece que vivimos en una neblina donde no sucede nada de nada, y las noticias han acabado volviendo a los años noventa para charlar sobre cosas tan absurdas como una enfermedad de porcinos o las tormentas de invierno. Es normal que viváis esta pax autonómica entre la inquietud y el silencio, que diría el poeta. Pero dentro del aburrimiento, estoy seguro de ello, habréis visto también que todas las cosas se vislumbran más claras. Los impostores ya no tienen dónde esconderse, los culturetas que trabajan para los socialistas ya han salido del armario y los redentores de la patria son gente mucho menos atrevida de lo que puede parecer a primera vista. En efecto, parece que no pase nada y estemos a punto de vomitar; pero palpaos el brazo, que lo notaréis fuerte, y eso os iluminará los ojos.

Bajo el aburrimiento del 2025 se esconden futuras revueltas. Sigamos haciéndonos los bobos, que todo servirá para recobrar fuerzas y preparar las nuevas confrontaciones. Por mucho que parezca increíble, estas vendrán antes de lo que parece; y la noche, entre cascadas y ríos de flujo, de nuevo será toda mía. Que tengáis una feliz entrada de año 2026, queridos lectores.