Lo peor de todo no es que te peguen. Lo peor es que seas tan desgraciado y vulnerable que acabes adorando y esforzándote por quien te ha pegado. Estoy pensando, por ejemplo, en las pobres mujeres que defienden que sus maridos les pegan, pero sólo “lo normal”. O que si “no me pega es que no me ama”. La perversidad acaba anidando en la mente de las víctimas destruidas. Hay todo tipo de casos como éste porque la historia universal de la infamia tiene un número infinito de capítulos salpicados de sangre y de mierda. Efectivamente, lo peor no es que te maltraten o que te estafen, no, lo peor es que lleguen a destruirte mentalmente y acabes perdiendo el sentido de la dignidad, de la autoestima, de la condición humana. Que te acabes sintiendo culpable de ser como eres, que acabes pensando que tu identidad de mujer, de hombre, de indio, de negro, de catalán, de lesbiana, de homosexual, de enfermo, de viejo, es suficiente motivo para que te dé vergüenza ser tal y como eres, en el repliegue más interior de ti mismo.

Un escritor impávido e implacable como J. M. Coetzee escribió en 1999 Desgracia, una novela que explica perfectamente la debilidad de las ideas frente al horror banal y cotidiano del que es capaz el ser humano. Y como nunca hay bastante con las buenas intenciones ni con las actitudes con buen fin. Una mujer como un castillo, la escritora negra Maryse Condé (isla francesa de Guadalupe, 1937), me enseñó cómo nos han hecho pensar, equivocadamente, a los individuos colonizados, a los manipulados, a los estafados, a los que un día creímos que nuestra propia desgracia era justa, que nuestra vida no era importante y que éramos perfectamente sobrantes, prescindibles, indignos de ser como somos. Condé me explicó que los colonizados, los adoctrinados por el poder no somos responsables de nuestra desdicha, de nuestra etiqueta de inútiles. Lo hizo a través de la historia de un episodio de su vida. La gran Maryse, de jovencita, se sentía muy fea. Punzantemente fea, más allá de cualquier subjetividad.

En realidad era una negraza preciosa, radiante, pero estaba podrida por su complejo de inferioridad, por la culpa de ser tal y como era. “Cambié más tarde —dice— pero al principio fue muy duro integrar mi físico”. Nadie pudo hacerle cambiar de opinión en un principio. Estaba segura de que la auténtica belleza era de otra color, blanca y rubia, como una chiquilla que ella veía en la iglesia, como una chiquilla que ella admiraba, que ella envidiaba, blanca y rubia como un personaje de los que pintan en la mitología cristiana habitual. Se sabía tan indigna con la misma intensidad con la que sabía que esa chica era definitiva. Era algo más que un sentimiento, era una certeza. “Al final tuve que desaprender todo esto. Con el tiempo me di cuenta del origen de esas ideas”, concluye Condé. Es el odio a la propia negritud el que acaba ennegreciéndote el corazón, como el de la pobre sirvienta negra de la película Adivina quién viene a cenar (Guess who’s coming to dinner) de 1967. El personaje más clasista y racista es Tillie (Isabel Sanford), que ha criado a la heredera blanca de la casa y no se fía para nada de John Prentice (Sidney Poitier), por un simple motivo: es un hombre negro. Y ella conoce muy bien a los negros.

La independencia de Catalunya no es sólo imprescindible e inevitable. Es la única posibilidad de pensar con la cabeza despejada algún futuro plausible

Esta misma actitud determina la actitud de muchas personas carcomidas por sus propios prejuicios, que no son más que un conjunto de complejos y de cobardía. Como hicieron determinados judíos que denunciaban a otros judíos ante las autoridades nazis. Como hicieron las señoronas de refajo contra las activistas feministas o los homosexuales taimados y reprimidos contra los defensores de los derechos LGTBI. En mi casa, por poner un ejemplo, uno de los primeros conflictos políticos que recuerdo fue cuando decidí que, si me llamaba Jordi, también tenía que llamarme así legalmente, en los documentos oficiales. La actitud alarmista de mis padres fue perfectamente imaginable. Habían interiorizado muy bien lo que habría dicho un guardia civil dialogante pero firme en su servicio a España. Ese poli bueno que nos permite seguir atados a la cadena y vela por nuestra integridad física.

Cuando oigo a los políticos de Esquerra Republicana y de Junts per Catalunya defendiendo la nueva ley del catalán, satisfechos de lo que nadie puede ni podrá nunca estar satisfecho vuelvo, de repente, muchos y muchos años atrás. Me daría risa si primero no me hiciera llorar. Toda esa gente viviendo del pasado. Cuando oigo que no debemos hablar de independencia sino de infraestructuras, de inversiones en Catalunya, de dinero, de negocios, me siento perplejo. Porque saltamos de Franco a Pujol y de Pujol a Franco como si no hubiera nada más bajo la capa del sol. Cuando los políticos y los periodistas me hablan de posibilismo, de estar haciendo todo lo que pueden, de “ser inteligentes”, cuando me guiñan un ojo... me pregunto quién, quién, sino nosotros, el pueblo de Catalunya, ha entendido mejor que nadie el posibilismo y les ha votado, a todos estos políticos, desde 1978 hasta la fecha. Y les ha pagado tan bien para llegar a donde estamos ahora. A este panorama. A veces el pueblo parece no tener memoria. Cierto. Pero es que nuestros dirigentes carecen de vergüenza.

Mi primer día de facultad, cuando llevaba muchos menos años encima, vi, atónito, una pintada del sindicato de estudiantes AEIU que rezaba: “Ciérrate a España y ábrete al mundo”. Me pareció exacto. El españolismo que yo había conocido hasta entonces, en el pueblo, era la algarabía de los violentos y de los militaristas, de los partidarios de volver a la dictadura. El catalanismo, en cambio, me parecía un movimiento abierto, internacionalista, moderno, civilizado, del que participaban todas las personas cultas que conocía o leído. Y cuando digo todas, quiero decir todas. De modo que unos años más tarde pude vivir en lo que se denominaba el extranjero. Estuve cuatro años maravillosos. La mejor experiencia política de mi vida fue sacarme a España de la cabeza. En el extranjero aprendí muchas cosas. La primera y principal. Autoestima. La segunda. Que España está intoxicada por unos medios de comunicación españolistas que odian visceralmente a los catalanes. Que como una carcoma nos van envenenando la autoestima de ser catalanes. Y que el impacto mediático, en la opinión pública catalana, de la burbuja informativa española es una gruesa telaraña para el pensamiento. Una niebla que nos hace perder el mundo de vista. Para un pensamiento digno del nombre pensamiento, al menos. La independencia de Catalunya no es sólo imprescindible e inevitable. Es la única posibilidad de pensar con la cabeza despejada algún futuro plausible. ¿Han visto la cara de entusiasmo y de creer en lo que hacen de nuestros políticos? ¿Esta tristeza de la autonomía? Después de haber escrito durante once años en La Vanguardia sé perfectamente de lo que hablo. Y qué altísimo grado de manipulación de la realidad pueden llegar a conseguir. Sólo la verdad nos hará libres. Allò que no diu La Vanguardia es un libro de J.V. Foix y estaría bien preguntarse por qué se llama así. La gente, el pueblo, ha salido año tras año a la calle, y está deseando volver a ella.