El president Puigdemont escribe en su último libro Re-unim-nos que el Estado no aceptará nunca por las buenas un referéndum de autodeterminación de Catalunya. Es cierto. Ni un referéndum y menos aún una república independiente, podría añadir. Como dijo el exministro García-Margallo, "España no se irá nunca pacíficamente de Catalunya". Es por esta razón que la Constitución encomienda a las Fuerzas Armadas garantizar la integridad territorial del Estado. Esta realidad ha llevado al president Puigdemont a dos conclusiones: "El único camino que nos puede garantizar el objetivo pasa, lamentablemente, por una inevitable confrontación pacífica con el Estado" y "la república independiente sólo la podremos alcanzar desde la unidad política". Desde un punto de vista teórico, a Puigdemont no le falta razón. El problema es que las cosas son como son y no como nos gustaría que fueran. Hay que tener muy en cuenta la realidad en la que nos movemos, sobre todo para formular una respuesta clara a la sentencia del Supremo, el hecho que marcará una inflexión muy determinante en el procés, en la política catalana e incluso en el sistema político español.

De hecho, la confrontación con el Estado sólo se produjo de verdad el 1 de octubre y cuando el president Puigdemont convenció al tribunal de Schleswig-Holstein que en Catalunya había un conflicto político artificialmente judicializado. Con la excepción de Puigdemont, que ha sabido ejercer con dignidad de enemigo público número 1 del estado español, todo lo que ha pasado después han sido esfuerzos descoordinados para tratar de llegar a una especie de armisticio con el Estado.

 La "confrontación con el Estado" habría requerido, por ejemplo, no reconocer al Supremo como un tribunal de parte. Y que cuando el magistrado Marchena impidiera comparar las imágenes de la violencia policial del 1-O con los inverosímiles testimonios de los mandos policiales españoles, los abogados defensores se hubieran levantado y marchado con el público soberanista asistente gritando libertad y cantando Els segadors. O que, antes, los mismos abogados hubieran acusado de perjurio a Rajoy, Sáenz de Santamaría y el ministro Zoido. Y que, en paralelo, el Govern soberanista de la Generalitat hubiera decretado el cierre de cajas y que los dos millones de independentistas se hubieran declarado en huelga fiscal asumiendo todas las consecuencias. Todo ello, obviamente, con miles de personas en la calle apoyando y paralizando el país durante un tiempo indefinido con disturbios en cada esquina… Y eso no ha pasado. Y no ha pasado porque una mayoría de los implicados, tanto políticos como ciudadanos, hicieron un cálculo de riesgos y llegaron a la conclusión de que ni ellos ni el país estaban en condiciones de presentar una batalla tan enconada. También tenían su razón. Una de las primeras lecciones del arte de la guerra, según Sun Tzu, es que no has de iniciar batallas que no estés convencido de que vas a ganar.

Con tanta división y enfrentamiento en el movimiento soberanista, lo lógico sería resolver todas las peleas antes y no después de la sentencia, es decir, convocar elecciones y que un Parlament y un Govern nuevos formulen la respuesta al veredicto a que determinará el futuro de Catalunya y del sistema político español

Después, el movimiento independentista se ha caracterizado por los desacuerdos internos. Ciertamente, como sostiene Puigdemont, la división lo debilita e incapacita, pero los problemas sólo se pueden resolver con los datos objetivos de que se dispone. La división del soberanismo es una constante que hay que reconocer y no queda más remedio que trabajar asumiendo esta realidad.

La verdad es que la batalla entre Puigdemont y Junqueras se arrastra desde antes del 1 de octubre, que la declaración del 27 de octubre fue fruto de varias traiciones y que desde entonces la peleas internas del soberanismo catalán no han hecho más que encarnizarse. No olvidemos la CUP, que si repasamos sus votaciones en el Parlament en los momentos clave, ha contribuido más que el unionismo a la inestabilidad del soberanismo y a la pérdida de prestigio de las instituciones de autogobierno. Que le pregunten, si no, a Jordi Turull. Pero es que la división del soberanismo no se limita a los partidos. También está dentro de los partidos y de las entidades como la  ANC y Òmnium, y de éstas con los partidos. Cada día surgen militantes de ERC que rompen el carnet por discrepancias con la dirección. Junqueras decidió renunciar a la unilateralidad pero las bases le impusieron lo contrario en la ponencia estratégica del año pasado. Junts per Catalunya no tiene una posición oficial porque está descuartizada en mil y una facciones, cada una con una opción diferente opuesta a las otras, sea pactar y negociar indultos, sea reventarlo todo. Incluso los que piensan igual están a matar entre ellos porque se consideran rivales competidores de no se sabe qué campeonato. En resumen, los soberanistas estando divididos porque no quieren estar unidos, de hecho, más que divididos están enfrentados disputándose lo que en voz alta consideran miserias autonómicas.

Si es en estas condiciones insoslayables y tan deplorables que el soberanismo deberá afrontar la respuesta a la sentencia del Supremo, el desastre está asegurado. Todo apunta a que ya tendremos una demostración del desbarajuste con la Diada…

Algunos sectores del soberanismo son partidarios de responder a la sentencia con una convocatoria de elecciones al Parlament, pero todo apunta a que esta sería la manera de disolver la manifestación y atizar todas las peleas internas del movimiento. Quizás si hay tanto desacuerdo, más lógico sería resolver democráticamente ahora y no después de la sentencia todas estas peleas y esto se hace volviendo a contar los votos para conocer la correlación de fuerzas real, es decir, convocar elecciones antes y no después de la sentencia. Y que un Parlament y un Govern recién legitimados, formulen la respuesta de acuerdo con la voluntad democráticamente expresada. Y que la vida no se detenga y la historia continúe.