La política en nuestra casa -entendáis lo que entendáis por nuestra casa- no está en sus mejores momentos. Tampoco en la casa grande de Europa ni en la mayor todavía del mundo occidental. El cortoplacismo, la improvisación y un puñado de charlatanes tóxicos hacen que la cosa no pinte bien, nada bien. Hace falta un nuevo impulso. Falta un impulso político de verdad.

Centrándonos en Catalunya-España la cosa es de una vulgaridad que da pavor. La política, o lo queda de ella, como los restos de un naufragio ideológico que nos trajo el neoliberalismo, no sale adelante. En eso hay que añadir los problemas propios, que no son pocos. España no sabe cómo salir de la crisis económica que arrastra desde hace más de una década, profundizada como nunca por la pandemia. Madrid, como forzado centro económico, gestionado de forma manifiestamente incompetente, se hunde. El BOE ya no es fuente de riqueza para unos pocos que soltaban las migajas del pastel al resto. La crisis ha demostrado que el presunto empresariado tiene mentalidad de estanquero, es decir, mercado cautivo y monopolista. La prueba es como ha despertado la periferia, a pesar de tenerlo todo en contra.

Tampoco sabe que tiene un problema con Catalunya. No es el problema catalán. Es el problema español. La incapacidad para gestionar la complejidad y la problemática constante -eso es la vida: saltar de un problema a otro- es patente. Recurrir, otra vez, al BOE y a las brigadas aranzadis, ya no sirve en el mundo ultra prismático. Aplicar soluciones anacrónicas a problemas nunca resueltos, agravados por los nuevos, lo hace todo todavía más empinado.

Los problemas no se solucionan ni a golpe de norma ni de sentencia. Una prueba manifiesta la tenemos en la legislorrea desde el 14 de marzo de este año, con la declaración del estado de alarma: normas y más normas y resoluciones judiciales sobre resoluciones judiciales que se metían allí donde no entendían -porque no forma parte de su métier- ni una pizca. Esta forma digamos burocrática y provinciana, casi preindustrial, de gestionar la vida pública no es ni mucho menos la del siglo XXI. Está a años luz de lo que, convencionalmente, podemos entender bajo la rúbrica de democracia deliberativa como base de una gobernanza moderna.

En consecuencia, hay que abandonar el tacticismo partitocrático. No abandonar los partidos ni la democracia, quede claro. No hablo de un giro autoritario y salvapatrias. Nada de eso. Hablo, simplificando mucho, de olvidar por parte de los partidos la campaña electoral permanente, campaña que al final nadie gana, porque se sigue pensando en términos de la época de la transición.

Se me dirá que los partidos están para ganar elecciones, que en los sistemas representativos occidentales es la forma de llegar al poder. Mi observación va un paso más allá. Me pregunto: ¿llegar al poder para hacer qué? Para mantener privilegios nadie lo admitirá, claro está. Todo el mundo se apunta al progreso. Una cosa es apuntarse y otra cosa es llevarla a cabo.

Si el poder institucional no vale para llevar a cabo ningún horizonte de progreso no sirve de nada, por muy conservador que sea. Y el primer paso, tanto para conservar el poder -que es forzosamente compartido por todas partes- como seguir hacia adelante -que forzosamente tiene que ser consensuado-, es salir del pozo donde nos encontramos. No ver que estamos en un pozo es no haber entendido nada. Sólo es conformarse no con el poder, sino con su símbolo vacío de un despacho oficial tan sobrante como irritante.

Nos hace falta este salto de calidad política. Pero este salto no puede ser autoritario, ya que sería un retroceso a un pozo todavía peor. A pesar de lo que algunos puedan pensar, no se trata de esperar un tipo de ángel curador y salvador. Si van a cualquier mercado no lo encontrarán en ningún estante. No se trabaja este género.

Hace falta, junto con un debate ideológico multidimensional, serio y lo más amplio posible (popular incluso dirían algunos), que algunos políticos abandonen el tacticismo imperante y tengan el valor de dar este salto hacia adelante y ayudar a la sociedad a hacerlo. Seguramente, les costará el cargo. Seguramente. ¿Pero por qué quieres el poder? ¿Para entregarlo sin haber avanzado ni un milímetro?

Se repite que nuestra generación entregará a sus hijos un mundo en retroceso con respecto al que recibimos de nuestros padres. Quizás. Lo que resulta obvio es que la idea de progreso, idea que arranca de la Ilustración, ahora se tambalea. Los problemas se enquistan.

Se me dirá que con este panorama de la clase política, poco o nada optimista -juicio bastante extendido-, que hay que esperar. Hay que esperar -y fomentar- una reacción de un puñado de gentes generosas, inteligentes y atrevidas, con poca afición al poder en sí, a pesar de sus antecedentes.

Un ejemplo paradigmático es el que nos brindó, como he señalado alguna otra vez, Pierre Mendès-France. Con siete meses de gobierno cambió el mundo impulsando la descolonización. De una Francia postrada, dolorida y herida por una posguerra que, a pesar de haber ganado la guerra, no tenía fuerzas, presa de un pasado que no podía volver, apostó por la reconstrucción a fondo. Mendès-France y sus breves ministros eran lo que diríamos unos politicastros; la típica clase política bastante inoperativa de las III e IV repúblicas. Pero he aquí que vieron la luz y cambiaron el destino de Francia. El precio, mínimo: Mendès-France nunca más ocupó un cargo público. Una ganga para sus conciudadanos.

Se inmoló porque dejó el tacticismo y fue un patriota. ¿Tenemos de estos entre nosotros? Hacen falta. Nos hacen falta.