Que a estas alturas del siglo XXI se tenga que seguir hablando del principio de separación de poderes es un claro síntoma de lo mal que están las cosas en el Reino de España. En pocos países europeos, más allá de Polonia, Hungría o la propia España lamentablemente, algunos siguen sin entenderlo o creen que se trata, exclusivamente, de una garantía más respecto de la independencia judicial.

Pues no, el principio de separación de poderes es uno de los pilares básicos sobre los cuales se construye la democracia y sin el debido respeto a la misma, uno de los poderes del estado termina transformándose en hegemónico y condicionando el funcionamiento y la independencia de los otros.

En principio, y explicado de forma muy rudimentaria, todo sistema que se pretenda presentar como democrático ha de contar con una serie de pesos y contrapesos que impidan el sometimiento de un poder del estado a la voluntad de los otros y, al mismo tiempo, ha de servir como mecanismo de control, de contrapeso, de los otros.

Solo mientras se mantenga el adecuado equilibrio entre los tres poderes del estado se podrá hablar de sistema democrático. Cualquier otra situación será otra cosa, pero no una democracia, al menos no una que no necesite adjetivos.

En Polonia estamos viendo cómo uno de los poderes del estado, o más bien dos de ellos (ejecutivo y legislativo), pretende ejercer un férreo control sobre el otro poder del estado: el judicial, pero, poco a poco, vamos viendo cómo el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) se va pronunciando en contra de tan vicioso como antidemocrático proceder.

En España, que se suele mirar a Polonia con desdén o desde una suerte de superioridad moral, ocurre otro tanto, pero desde una perspectiva inversa. Me explicaré.

La disfunción democrática que estamos viendo proviene de un claro y ya bastante avanzado y consolidado deseo de control de los distintos poderes y resortes del estado por parte del judicial

A pesar de lo que pretendan hacer creer las cúpulas judiciales, aquí el auténtico problema no es la pérdida de independencia de jueces y tribunales, porque cada uno de ellos tiene garantizada su función jurisdiccional.

La disfunción democrática que estamos viendo proviene de un claro y ya bastante avanzado y consolidado deseo de control de los distintos poderes y resortes del estado por parte del judicial. Debe entenderse, también, que en dicha dinámica se ha empeñado un órgano que está llamado a ser el máximo intérprete de la Constitución y que, sin embargo, se la viene saltando de forma sistemática.

No es que los jueces, como colectivo, pretendan ejercer un control sobre el resto de los poderes del estado, sino que las altas instancias jurisdiccionales y el Tribunal Constitucional ―éste no forma parte del poder judicial― sí pretenden un sometimiento de todos los demás poderes al suyo, a su agenda y a su visión política de cómo ha de funcionar un estado, pero ya sin el calificativo de democrático.

Un claro ejemplo de este tipo de anomalía o deriva a la que nos han arrastrado y que comienza a parecernos normal es la causa que se sigue en el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya (TSJC) en contra de algunos de los miembros de la anterior Mesa del Parlament.

No es que estemos en presencia de ningún delito, no puede haberlo, justamente, en función del principio de separación de poderes. De lo que va ese procedimiento es de un claro intento de control de un poder ―el legislativo― por parte de otro ―el judicial― con la finalidad de impedirle al primero desarrollar aquella parte de sus funciones que incomoda al segundo.

Que cuatro miembros de una mesa de un parlamento, sea el que sea, comparezcan ante un juez, en calidad de investigados, por aceptar debates parlamentarios es el mayor de los ejemplos de lo que aquí estamos hablando: el quiebre del principio de separación de poderes con las consecuencias que ello tiene para cualquier democracia.

Este miércoles, mientras escuchaba la declaración de uno de los investigados en esa causa ante el TSJC, no podía hacer otra cosa que pensar en el nivel de deterioro del sistema, cuya defensa pretenden justamente quienes se lo están cargando.

Toda la declaración versó sobre algo que parece obvio, pero que en dicha dinámica represiva no lo era tanto: las funciones básicas de todo parlamento y las prerrogativas y obligaciones de los miembros de su mesa.

Si grave es la interferencia del poder ejecutivo o del legislativo en las esferas propias del poder judicial, tanto o más lo es la del judicial en las esferas propias del ejecutivo y legislativo, con el agravante del marchamo de legitimidad que suele rodear a la función jurisdiccional

En resumidas cuentas, y así pasará a los libros de historia, se les acusa de haber permitido debates parlamentarios sobre temas que a las altas instancias jurisdiccionales y constitucionales españolas les molestan o les parecen que no deben debatir los parlamentarios, como si fuese a ellos a quienes corresponde determinar de qué pueden o no debatir en el seno de otro poder del estado.

Era todo tan obvio en dicha declaración que llegué a pensar, y me equivoqué, que la juez a cargo pararía la declaración y diría que este procedimiento no tiene sentido. Sin embargo, esto no ocurrió porque para ella, al igual que para el Tribunal Constitucional, para un sector de la Fiscalía y para el propio TSJC está claro que tiene sentido en el marco de una dinámica muy clara de imposición de un poder del estado sobre los otros.

En algún momento de la declaración me pregunté: ¿qué dirían los promotores y ejecutores de tan antidemocrática aventura si, por ejemplo, ante cada resolución judicial que no guste a los miembros del poder legislativo ―sea central o autonómico― se crease una comisión para cuestionar dichas resoluciones?

Que el poder judicial criminalice e investigue como delictivas las decisiones y/o los debates políticos de una cámara legislativa es tan aberrante como lo contrario: que el poder legislativo escrutara, valorara y reprobara las resoluciones que se dictaran desde la judicatura.

Ya puestos, igual la única forma de reequilibrar los poderes ―de generar pesos y contrapesos― pase por devolverles la mano con una dinámica investigativa y sancionadora, al menos en términos políticos, de sus propios comportamientos… Ahí, estoy seguro, comprenderían lo aberrante que están resultando determinados procesos judiciales.

Personalmente, esta alternativa no me gusta y, en el marco jurídico actual, me parecería tan carente de legitimidad democrática como la tiene el procedimiento que se sigue en contra de varios miembros de la anterior Mesa del Parlament.

Plantarse, como lo ha hecho Pep Costa, ante una actuación de estas características es una forma inteligente de confrontar la deriva autoritaria, antidemocrática, que viene desplegando un sector de uno de los poderes del estado que se está aprovechando de un fallo sistémico que dejó sin frenos ni contrapesos al poder judicial y que nos ha llevado hasta el desmadre actual.

Si grave es la interferencia del poder ejecutivo o del legislativo en las esferas propias del poder judicial, tanto o más lo es la del judicial en las esferas propias del ejecutivo y legislativo, con el agravante del marchamo de legitimidad que suele rodear a la función jurisdiccional… Hasta que se pruebe lo contrario y terminen obligando al TJUE a poner las cosas en su sitio.