Hay temas en los que seguramente ninguna respuesta es la adecuada, pero, sin duda, mantener la situación actual termina siendo peor que cualquier otra solución; es lo que sucede con la regulación actual del Consejo del Poder Judicial que, como se está viendo, termina por ser el único poder que carece de su correspondiente contrapoder o capacidad de control externo de sus actos.

El mandato constitucional del Consejo es por cinco años y, el actual, tiene, por tanto, su mandato caducado, pero sigue actuando como si esa limitación constitucional fuese una mera referencia que no le puede condicionar ni en su funcionamiento ni en su legitimidad democrática. Así, sigue organizando el poder dentro de la judicatura, con lo que ello tiene de cara no solo al presente sino, también, al futuro. El mejor de los ejemplos lo tenemos con los recientes nombramientos de jueces para ocupar plazas en las distintas salas del Tribunal Supremo.

La renovación del Consejo, tal cual viene establecida en la Constitución, requiere de una mayoría excepcional de tres quintas partes de las cámaras, lo que implica, en el caso del Congreso, la necesidad de contar con un número de, al menos, 210 diputados que se pongan de acuerdo sobre dichos nombramientos. Obviamente, tal cifra fue pensada en otro contexto histórico y político que no es el actual en el que el bipartidismo ya ha dejado de ser una realidad.

Conseguir 210 votos concordantes puede ser tarea imposible y, sobre esa base, el pulso que el Consejo le viene echando a la clase política, pero también al conjunto de los ciudadanos, está dando como resultado que un Consejo que ha perdido su legitimación democrática siga actuando como si la cosa no fuese con ellos y, siendo claros, en eso tienen razón porque, en definitiva, es un problema político y tendrán que ser los políticos quienes encuentren la solución.

La vía de salida no parece ser otra que la de la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que requeriría una mayoría absoluta y que sería conseguible si todos los demócratas se posicionan en el mismo lado

Soluciones al trance que se está viviendo con la falta de renovación del Consejo hay muchas y muy variadas, pero todas pasan por un mismo punto: asumir que la actual situación es un problema de todos, un problema que va mucho más allá de posiciones que puedan parecer irreconciliables e, incluso, más allá de postulados de país.

Si no es posible conseguir aunar 210 voluntades políticas para renovar el Consejo, seguramente será más sencillo conseguir hacerlo con un número tal que permita abordar una reforma legal que impida que se perpetúe un mandato que constitucionalmente está caducado y democráticamente deslegitimado.

La vía de salida no parece ser otra que la de la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que requeriría una mayoría absoluta y que sería conseguible si todos los demócratas se posicionan, aunque sea solo por un rato, en el mismo lado.

Básicamente, han de ponerse de acuerdo en un texto de mínimos, un texto sin trampas, un texto sin recodos, un texto que solo pretenda lo que se busca y con el cual se ponga fin a una situación que es la máxima expresión de algo que vengo sosteniendo desde hace mucho tiempo: no es que el poder judicial sea políticamente dependiente, sino que tiene agenda política propia y carece de contrapesos que controlen su función, como ocurre con el resto de los poderes del Estado.

No debe confundirse la designación política de los miembros del Consejo con la dependencia política de estos

Sí, es cierto que la forma en que se ha de renovar el Consejo General del Poder Judicial pasa por la designación política de sus miembros, pero ello, desde mi perspectiva, permite proyectar hacia el poder judicial, por espacio de tiempo tasado, la representación política que los ciudadanos concedimos a los políticos y, por tanto, es lo que dota de legitimidad democrática a dichos nombramientos.

Algunos, sobre todo los de siempre, esos de las pulseritas patrióticas, han pensado que la designación política es la que les garantiza el control sobre el Consejo y, a través de este, sobre la judicatura… nada más lejos de la realidad, pues confunde situaciones que, en determinados momentos, se han solapado.

No debe confundirse la designación política de los miembros del Consejo con la dependencia política de estos; de hecho, miremos bien cómo está compuesto en la actualidad: cuesta mucho distinguir entre los mal llamados “progresistas” y “conservadores” porque todos tienen su mandato caducado, pero siguen actuando como el primer día.

Es decir, el quién les nombró o a propuesta de quién fueron nombrados no parece servir como línea orientadora para interpretar sus decisiones porque de ser así todos los supuestos “progresistas” ya habrían renunciado, dejando a un Consejo sin capacidad de actuación —solo dos de ellos han renunciado a participar en este proceso ilegítimo de nombramientos—.

Confundir esa designación de raíz política con la mayor o menor independencia del poder judicial ha sido siempre un error y ahora se está viendo que, insisto, no se trata, y ese no es el problema, de que sean políticamente dependientes, que no lo son, sino de que tienen agenda política propia, con lo que ello implica de cara a una justicia imparcial y democrática. Todo esto, sin perjuicio de que, además, las adscripciones políticas de sus miembros también merman la calidad de los elegidos y del trabajo que desempeñan.

En medio de una pandemia como la que nos está asolando desde principios de año, la renovación del Consejo puede parecer una cuestión que sólo interesa a las élites, que no parecen tener más cosas en la cabeza que ir poniendo sus peones en los sitios adecuados, pero eso no es así. La gravedad de la situación creada por la falta de renovación del Consejo es tal que nos afecta a todos y, como venimos viendo, es acuciante.

Para los que no entiendan la intensidad del problema, creo que lo sucedido la semana pasada con el acto de entrega de los despachos a los nuevos jueces, y que se pretendiese hacerlo coincidir con la visita a Barcelona del Rey y el derrocamiento del president Torra es un claro ejemplo tanto de la gravedad de la situación como del efecto erga omnes que la misma tiene.

La situación es grave, es compleja y, peor aún, cuanto más se tarde en solucionarla más se extenderán los efectos de esta.

Si un barco que transporta petróleo sufre un accidente en aguas territoriales de un determinado país el derrame de crudo podrá afectar solo a ese país o, lo más seguro, también afectará a los países vecinos; con la actual situación creada por la falta de renovación del Consejo sucede lo mismo.

El problema habría de abordarse con honestidad, altura de miras, respeto mutuo, sin trampas ni pretensiones que vayan más allá de poder contener ese concreto derrame porque el ecosistema democrático es global y su deterioro nos afecta a todos.