Hace ya mucho tiempo que vengo insistiendo en un tema que me parece cada vez más preocupante y es el choque entre la forma en que se interpreta el derecho en las altas instancias jurisdiccionales españolas respecto a cómo se hace en el resto de la Unión Europea. Esto no es algo que se limite exclusivamente al caso de los exiliados y del resto de represaliados catalanes, sino que se trata de una colisión de mucho más amplio espectro, pero que cuando más se ha evidenciado ha sido a través de la lucha del exilio.

Las razones de ese choque son muchas y muy variadas, pero si algo puede sintetizarlo, diría que el problema de fondo proviene de la antidemocrática interpretación y aplicación del derecho que se hace a nivel de altas instancias jurisdiccionales españolas y que lleva a que las resoluciones que aquí se dictan tengan escaso o nulo encaje una vez que se traspasa los Pirineos.

Obviamente que este choque del que hablo va mucho más allá del ámbito puramente jurídico o judicial, pero no es a mí a quien corresponde adentrarse en terrenos que son más propios de otras disciplinas y, por tanto, me limitaré a poner algunos ejemplos de aquello que conozco.

La resolución de este martes del Tribunal Constitucional, perfectamente explicada en este medio por Elisa Beni, es un claro ejemplo de esta confrontación, porque la esencia misma de lo resuelto por el Tribunal Constitucional es que, hagan lo que hagan o digan lo que digan sus miembros, no resultan recusables y menos si eso afecta al quorum, la composición, del Tribunal.

Omiten, sin embargo, un dato esencial: si hay problemas de quorum no es producto de la maledicencia de la defensa de los exiliados, sino de sus propias actuaciones desde el instante mismo en que decidieron que todo lo que tuviese que ver con el procés sería resuelto por el pleno del Constitucional, con lo que todos han quedado contaminados.

Ambos criterios son incompatibles con el entendimiento europeo de lo que ha de ser un juez imparcial, ni qué decir que ha de ser uno determinado previamente por ley, que es lo que le viene fallando al Supremo desde octubre de 2017. El choque es evidente y se acreditará mucho más temprano que tarde.

Lo sucedido con Valtònyc es otro claro ejemplo, porque, a diferencia de lo que han dicho muchos medios, lo resuelto por la Cámara de Casación de Bélgica la semana pasada evidencia, una vez más, el choque del que vengo hablando. Me explicaré.

De pasada, dejemos claro que no es cierto que dicho Tribunal haya ordenado repetir el juicio de Valtònyc: simple y literalmente ha ordenado anular la sentencia de apelación en lo que respecta al delito de injurias a la Corona para que la Cámara de Apelaciones de Gante fundamente, en ese extremo y de forma detallada, si los hechos por los que se le reclama pudiesen ser constitutivos de algún otro tipo de delito contra el honor y, de pasada, condena al Estado a pagar dos terceras partes de las costas del procedimiento.

Pero volviendo al choque del que estoy hablando, lo significativo de esa resolución es que se analizan, una vez más, los hechos por los cuales la Audiencia Nacional le condenó, sentencia ratificada por el Supremo, para llegar a la conclusión que ya en dos instancias anteriores se había llegado: no son constitutivos de delito alguno.

Este comportamiento no es nuevo, se viene produciendo desde hace ya demasiado tiempo y, tal vez, proviene de que nunca se abandonó del todo la mentalidad de la España franquista

Y sigamos hablando de choques, no solo en Bélgica, porque justo hoy nos han notificado la sentencia de la Corte de Casación italiana por la cual inadmiten los recursos interpuestos por Vox en contra de las decisiones italianas que acordaron dejar, una, en libertad al president Puigdemont y, dos, no continuar con la tramitación de la euroorden cursada por el juez Llarena. La sentencia, breve pero intensa, deja, una vez más, clara la falta de legitimidad de dicho partido político para ejercitar las acciones en contra del president, mientras aquí han sido motor fundamental en el mismo proceso.

Pero para choques, el que tuvimos el viernes pasado en el Tribunal General de la Unión Europea donde la representación del Reino de España seguía insistiendo en que en el proceso de reconocimiento de los eurodiputados debía prevalecer el derecho interno español.

Allí, sin miramientos, todos fuimos sometidos a unos intensos interrogatorios que duraron varias horas y, desde la discrepancia de posiciones, era evidente que mientras todos hablábamos de derecho de la Unión, el Reino de España lo hacía del derecho interno, de la LOREG y de unos juramentos que ni el propio Constitucional consideraba ―antes, que no ahora― como parte de ningún proceso electoral.

Solo he citado tres ejemplos de este choque, los hay por centenas, pero son lo suficientemente ilustrativos para que pensemos cuán de profundo es el problema y cuál es la solución al mismo, porque si tengo claro algo es que, si seguimos por este mismo camino cada día nos pareceremos más a la Albania de Hoxha, encerrada, ensimismada y que es incapaz de pensar, ver ni sentir lo que pasa más allá de sus fronteras, pero, peor aún, es que ni tan siquiera les preocupa, porque, para eso, están a lo suyo.

Este comportamiento no es nuevo, se viene produciendo desde hace ya demasiado tiempo y, tal vez, proviene de que nunca se abandonó del todo la mentalidad de la España franquista. Pero si hoy es así de visible, inmediato y patente ese choque entre culturas jurídicas y visiones de la realidad es gracias al exilio y a un planteamiento en el cual no hay que esperar años a que se pronuncie, por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que, seguramente, es la carta a la que habían apostado quienes diseñaron la estrategia represiva en contra del independentismo catalán.

Sí, estoy convencido de que siempre pensaron ―algunos así lo dijeron― que para cuando Europa se pronunciase, ellos estarían ya jubilados y todos habrían cumplido largas condenas. La jugada ha salido mal y terminará peor, porque, al final, ese choque se está evidenciando día a día, casi a tiempo real, y ello no solo les pilló por sorpresa, sino que, además, abre una ventana de oportunidades muy grandes para que las cosas no terminen siendo como las planificaron.

En el fondo, y como tantas veces he dicho y cada día se hace más visible, el exilio ha transformado un panorama e introducido unos mecanismos de control que no esperaban y a los que no están acostumbrados y, por ello, el choque europeo no solo es una sorpresa, sino también una oportunidad.