Llevo mucho, tal vez demasiado tiempo, insistiendo en los graves riesgos sistémicos que presenta España en materia de derechos y libertades y, especialmente, del excesivo poder, sin contrapeso alguno, que tienen las altas instancias jurisdiccionales españolas. Los ejemplos se van acumulando, pero, hasta ahora, siempre se ha justificado todo exceso o desmadre bajo el prisma de la salvaguarda de la indisoluble unidad de la nación española… Igual, para cuando se quieran dar cuenta, la situación termina siendo irreversible.

Los síntomas de ese desmedido y desequilibrado poder, y de lo alejado que están de la sociedad en cuyo nombre imparten justicia, son muchos, el problema es que no se quieren ver. Esta semana, como pocas veces sucede, se han acumulado los síntomas y ya quien no quiera verlos es, simplemente, porque comparte dicha forma de pensar y de dirigir los designios del estado.

Cuando la actuación de ETA permitía justificar lo injustificable nadie se preocupó; luego, cuando el abuso iba en contra de los catalanes también pareció que la cosa tenía un pase, y así hemos ido avanzando en una deriva que nos ha llevado hasta el actual momento en que quien realmente tiene el poder no es ni el gobierno ni el legislativo sino, simplemente, un poder judicial enquistado en una visión de España que dista mucho de ser compatible no solo con Europa sino con cualquier estado democrático y de derecho.

Llevamos días, semanas, meses o incluso años que pasarán a la historia por la forma en la cual unos pocos marcaron la agenda de todos y, usando y abusando de los medios y mecanismos a su alcance, han hecho de su poder el arma más devastadora para marcar la agenda política de todos, así como para restringir nuestros derechos a mínimos intolerables y desconocidos desde antes de la mal llamada Transición.

Cuando la actuación de ETA permitía justificar lo injustificable nadie se preocupó; luego, cuando el abuso iba en contra de los catalanes también pareció que la cosa tenía un pase, y así hemos ido avanzando en una deriva que nos ha llevado hasta el actual momento

A muchos les pareció normal que, por actos de clara naturaleza política, se encarcelase y condenase a una serie de líderes políticos catalanes; "no pasa nada, si no fue rebelión habrá sido sedición y, en todo caso, seguro que ha habido malversación". Eso es lo que pensaron o dijeron aquellos que se negaron a defender la democracia porque no les convenía.

A otros también les pareció normal que, al final, se derrocase a un presidente de la Generalitat de Catalunya porque, según irresponsablemente sostenían, los espacios públicos han de ser neutrales y, por tanto, es una clara desobediencia -vaya uno a saber contra quién-, el colgar una pancarta en favor de la libertad de los presos políticos. Eso es lo que pensaron o dijeron aquellos que se negaron a defender la democracia porque no les convenía.

No son pocos los que han entendido que el hecho de que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos reconozca que a una persona se le vulneraron los derechos fundamentales por hacerle cumplir más de 6 años de prisión permite volver a sentar a esa persona en el banquillo tantas veces como sea necesario. Eso es lo que pensaron o dijeron aquellos que se negaron a defender la democracia porque no les convenía.

Así se han ido acumulando los ejemplos hasta que hemos llegado a un punto en el cual no quedan más excusas y nos vemos enfrentados a una realidad que o se enfrenta con rigor y valentía o nos arrastrará a una forma de dictadura que terminará siendo tanto o más peligrosa que aquellas que se establecen por la fuerza física.

Ahora, y tal vez ya es tarde, la cosa no va ni de vascos ni de catalanes sino de los derechos y libertades de todos y, por tanto, no caben más excusas para asumir que existe un problema, buscar sus orígenes y encontrar rápidamente soluciones que, sin duda, están en las manos de quienes sigan considerándose demócratas y estén dispuestos a asumir el desafío que unos pocos nos han planteado a unos muchos.

No me cabe duda de que todo estado democrático y de derecho ha de mantener una sana y rigurosa separación de poderes; el problema es que hay unos pocos que creen que la separación de poderes consiste en que nadie les pueda ni chistar, pero esa no es más que una antidemocrática interpretación del concepto de separación de poderes.

La separación de poderes es una garantía para el ejercicio de la función jurisdiccional de jueces y magistrados, pero también debe serlo para el buen desempeño de las funciones legislativas y ejecutivas; dicho más claramente: los políticos no deben entrometerse en los asuntos de la justicia y los jueces no han de hacer política ni entrometerse en las funciones propias de los otros poderes del estado.

No me cabe duda de que todo estado democrático y de derecho ha de mantener una sana y rigurosa separación de poderes

Hace ya tiempo que desde las altas instancias jurisdiccionales se interviene abiertamente en política y ello, hasta ahora, estaba limitado a la política vasca y catalana, pero, ahora, ya han dado el salto a la capital y pretenden criminalizar la gestión ejecutiva de la pandemia y, cuidado, basta ver a instancias de qué acusaciones populares lo van a hacer para comprender cuáles son los auténticos objetivos de un Tribunal que hace tiempo rebasó los límites de lo democráticamente tolerable.

El desafío que le están planteando al Gobierno central proviene de un manipulado intento de gestionar hegemónicamente todo el proceso de nombramientos de los miembros del Consejo General del Poder Judicial.

Básicamente, pretenden ser un poder tan autónomo que termina siendo autárquico y frente al cual no exista ningún tipo de contrapeso; en definitiva, lo que pretenden es mandar más y no ser sometidos a ningún tipo de escrutinio ni exigencia de responsabilidad. Eso y un sistema democrático resulta abiertamente incompatible.

La amenaza de involución es tan grande, tan real y tan generalizada que si no se actúa ya, cuando se quiera reaccionar igual termina siendo demasiado tarde

En cualquier caso, y a pesar de lo que sostienen algunos y de las amenazas que vierten sobre cuál será la reacción de Europa si se modifica la Ley Orgánica del Poder Judicial, allí donde han de tener claro que tal argumento no es más que una excusa de mal pagador, lo tienen muy claro.

Al respecto, basta ver las conclusiones que esta semana emitió el abogado general de la Unión Europea que afirmó que: “el simple hecho de que los jueces son nombrados por un miembro del poder ejecutivo, por sí mismo, no genera una relación de subordinación de estos respecto de este último poder ni suscita dudas acerca de su imparcialidad, siempre que —y esta es una salvedad crucial— una vez nombrados, queden al margen de cualquier influencia o presión en el ejercicio de su función”.

Dicho más claramente: lo importante no es cómo son nombrados los jueces sino cómo actúan una vez nombrados… Ergo: déjense de cuentos y amenazas que el peligro no está en quién os nombra sino en cómo os comportáis.

Ahora bien, en tiempos revueltos igual no es conveniente apostar por grandes cambios pero sí por un pequeño pero firme golpe de timón que permita reconducir el curso y, en este caso, bastaría con una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que incluya un artículo único donde se determinen las consecuencias del agotamiento del mandato de los miembros del Consejo General del Poder Judicial. Mayoría parlamentaria para una reforma así la hay. Por tanto, la cuestión es saber si también existe la voluntad de hacerlo.

Sea como sea, dejo constancia de que la amenaza de involución es tan grande, tan real y tan generalizada que si no se actúa ya, cuando se quiera reaccionar igual termina siendo demasiado tarde.