Tuve la esperanza de que, una vez celebrado el Festival de Eurovisión, terminaría todo el coñazo eurovisivo. Pero, mira tú por dónde, la geopolítica tomó el relevo a Melody, una tonadillera pop en la que recayeron las esperanzas de un friquismo hispánico tan antiguo como el landismo o el gol de Señor que clasificó a España para la Eurocopa de 1984. Señor, un futbolista que hablaba de sí mismo en tercera persona, eso sí, del singular, marcó el gol 12 contra Malta y demostró que las cosas no iban de manías persecutorias, sino de despachos y de comisiones, para un país que estaba acostumbrado a vivir en la autocompasión de quien se cree perseguido por culpa de su grandeza y que trata de paliar las derrotas con un: “es que nos tienen manía”.
Reconozco que yo no soy neutral, ya que considero el actual Festival de Eurovisión uno de los espectáculos más horteras que existen, un adjetivo idóneo para calificar un festival que parece que busque artistas en el cubo de la basura del friquismo internacional. Eso no quita que en los últimos años haya habido ciertas canciones que me han gustado, como Hold me closer de Cornellia Jackobs, Voilà de Barbara Pravi o Amar pelos dois de Salvador Sobral. Pero si el año pasado hice el esfuerzo —por una cuestión de empatía familiar— de ver el festival, este año decidí irme a casa y disfrutar en solitario de Gladiator II. Para los críticos, Gladiator II es un pecado cinematográfico, y sé que, probablemente, es como una versión eurotelevisiva del Imperio Romano, pero la mayoría de los péplums que alimentaron la memoria sentimental de la generación de Terenci Moix también son, con respecto al Imperio Romano, lo mismo que la canción Espresso Macchiato hacia la música.
Desgraciadamente, los expertos en Eurovisión —profesionales que viven e informan del festival como si estuvieran asistiendo a la Conferencia de Yalta— han tenido la fortuna de que el pucherazo final haya magnificado el resultado de un certamen que tuvo como ganadora una canción infecta y como medalla de plata una representante israelí que gozó del voto popular cuando en Gaza se estaba bombardeando el último hospital apto para curarse o morir con dignidad. Yo, y perdonen mi tendencia a la incredulidad, creo más en las causalidades que en las casualidades, y hace tiempo que las plataformas están repletas de documentales y películas destinadas a explicar el Holocausto justamente desde la invasión y el genocidio practicado por las tropas israelíes en el territorio de Gaza. No todo vale para justificar los actos del presente.
En nuestro mundo, todo es geopolítica, incluso el acto más cotidiano que un ciudadano pueda hacer a lo largo del día
Yuval Raphael, la artista de Israel, se presentó en el festival con la canción New Day Will Rise, que, como dice el título, nos promete que un nuevo día llegará, y que aparecerá la luz del sol y desaparecerá la oscuridad, y que las muchas aguas —pútridas, añado yo— no apagarán el amor, y que un arco iris dibujará finalmente los cielos del color de la esperanza. La canción va dedicada a las víctimas de la injustificable carnicería perpetrada por Hamás en territorio israelí el 7 de octubre de 2023. Desde aquella fatídica matanza, sin embargo, se cuentan por decenas de miles los palestinos muertos en manos del ejército israelí. Yo, como incrédulo ortodoxo, creo que este New Day tendría que llegar a todo el mundo, incluyendo a las familias palestinas que lloran a sus padres, sus madres y sus niños asesinados el sábado, mientras Yuval Raphael, una superviviente del 7 de octubre, cantaba una cancioncilla propagandística.
Dicen que la caja de todos los truenos eurovisivos la abrió TVE con un mensaje emitido antes de empezar el festival. Un mensaje que decía textualmente: “Frente a los derechos humanos, el silencio no es una opción. Paz y justicia para Palestina”. Una vez acabado el circo de friquis eurovisivos, las voces contrarias al mensaje "capcioso" contra el judaísmo internacional no se hicieron esperar. Evidentemente, los primeros en reaccionar fueron los ejemplares de la derecha y la ultraderecha española, la misma que en sus orígenes ideológicos consideraba el contubernio judío-masónico como el enemigo —junto con el comunismo— de la raza y la nación española. Es evidente que la declaración de principios no ayudó a salvar los muebles de una canción que olía, sospechosamente, a la España del AVE Madrid-Sevilla. En Esa diva, el nombre de la canción, no hay castañuelas, pero sí un trasfondo de tonadillera pasada por el filtro de la modernidad. Al final, Esa diva fue una mierda más dentro de una gran mierda que me ahorré, pero que, mira tú por dónde, me ha dado una sobremesa que se ha convertido en un curso en línea de geopolítica. Hay que tener en cuenta con quién te enfrentas, y sobre todo si el enemigo es un país como Israel, una nación que es capaz de acompañar a un president del Govern a hacerse una colonoscopia a través del teléfono móvil sin que él sepa que le están viendo el ojete.
En nuestro mundo, todo es geopolítica, incluso el acto más cotidiano que un ciudadano pueda hacer a lo largo del día. Decidir comprar 100 gramos de piñones D.O. Catalunya en vez de pagar 3 euros menos por 100 gramos de piñones chinos, es geopolítica. Decidir no comprar un Tesla o una lata de caviar ruso, si el bolsillo del cliente se lo puede permitir, es geopolítica. Convertir The Apprentice en una película de culto o que la revista Charlie Hebdo tenga como suscriptores a miles de insumisos contra el fanatismo islamista, es geopolítica. Un festival como el de Eurovisión y tratar de ganarlo, aunque sea a través del pucherazo telefónico, es geopolítica. Para Israel, todo es geopolítica. Para Israel, el fin justifica los medios. Para Israel, todo vale para justificar los actos del presente.