Hace días que las conversaciones de los círculos que transito orbitan sobre el mismo eje: un desánimo generalizado, una desilusión transversal con el mundo y con las perspectivas de futuro que echa raíces, sobre todo, en unas condiciones materiales que dificultan la construcción de una vida plenamente adulta. Me cuesta decir si este desencanto es fruto de unas expectativas desorbitadas sobre el propio camino vital y sobre la facilidad o dificultad de alcanzar una cierta estabilidad económica, o si todo radica en un desclasamiento palpable, en un empobrecimiento de la clase media —media alta y media baja— que los datos económicos del país explican y justifican. Es posible que sea una mezcla de ambas cosas lo que nos lleva a mirar con perspectiva nuestras condiciones materiales y las de la familia de donde venimos y llegar a un pensamiento compartido: tal como está la cosa, se nos hace inimaginable alcanzar el nivel de vida de nuestros padres y poder dar a nuestros hijos —si es que finalmente conseguimos tenerlos— la vida que estos mismos padres nos dieron a nosotros.

En las redes he leído el concepto de nuevos pobres —en contraposición al de nuevos ricos—, y aunque de entrada parece una frivolización de la pobreza, el hecho es que quiere explicar el perfil desanimado con el que me he encontrado últimamente: el de alguien que con gustos, aspiraciones y costumbres de clase media ya no tiene bolsillo para costeárselos. El de alguien que ha vivido de una manera mientras ha estado bajo el amparo de su familia, que ha recibido los medios para acceder a una cierta cultura, incluso, y que al destetarse de su matriz familiar se ha dado cuenta de que todo cuesta mucho dinero, mucho más del que puede ganar por mucho que trabaje y que, en cierta manera, estas circunstancias le castran la libertad porque le castran las opciones. Está atrapado. Cuesta decir que este alguien sea pobre: es una ligereza teniendo en cuenta cuáles son los umbrales de pobreza en nuestro país. Comparándose o sin hacerlo, sin embargo, el nuevo pobre siente que ha caído.

Somos la generación que, en el mejor de los casos, espera que caiga alguna herencia despistada —si es que eso existe— para poder pagar la entrada de una hipoteca

Escrito así parece la queja de alguien que no sabe cuánto cuestan las cosas, pero el caso es que el choque frontal y contrastable con este descenso es el que se experimenta cuando los hijos de esta clase media queremos acceder a la propiedad. Somos la generación que, en el mejor de los casos, espera que caiga alguna herencia despistada —si es que eso existe— para poder pagar la entrada de una hipoteca. Somos la generación en la que el privilegio es la hipoteca, de hecho. De momento, sin embargo, y sin ningún ánimo de llamar al mal tiempo, hacemos equilibrios para pagarnos un alquiler más alto de lo que lo sería la hipoteca a la que no tenemos acceso, que es lo más parecido a sentir que se tira el dinero a un agujero negro de forma absurda. E intentamos arrinconar algún ahorro de vez en cuando para no tener que recurrir a los padres cada vez que nuestra economía se enfrenta a imprevistos. 

Es cierto que las corrientes de pensamiento no han remado mucho a favor en los últimos años, que se ha hablado de los hijos más como una molestia que como una vocación y un servicio realizador, y que el desmembramiento de la idea de comunidad ha terminado de apuntalar una noción de libertad que, en realidad, solo significa autonomía absoluta. Pero con estas perspectivas, formar una familia como la que pretendieron formar nuestros progenitores, más que una ilusión, es un reto de equilibrios económicos que, quienes ya no venían muy convencidos por la vía ideológica, o política, o espiritual, acaban abandonando. “Sois una generación muy victimista”, dicen las generaciones que desde una moderada conservación de su bienestar no quieren entender las circunstancias que hoy hacen tropezar a nuestra generación. Quizás nos ven así porque, en vez de pretender derribar el estilo de vida —ligado a las condiciones materiales— de las generaciones que nos han precedido, que es lo que se tiene asumido como natural, lo anhelamos como se anhelan las cosas a las que uno sabe que nunca podrá acceder.