Decía Eduardo Galeano que el código moral del fin del milenio no condenaba la injusticia, sino el fracaso. Y es probable que en el trato de la dirección federal del PSOE a Susana Díaz ―y a todos los que le apoyaron en su fallido intento de hacerse con el liderazgo del socialismo― haya algo de eso. Bien es verdad que la ex todopoderosa secretaria general de los socialistas andaluces no ha aprendido que en la vida y en la política los fallos a veces abren una oportunidad para afrontar el futuro con mayor inteligencia. No es, desde luego, su caso, ya que con su nuevo desafío a Ferraz a cuenta de las listas electorales para imponer en ellas a sus fieles parece empeñada en que la pérdida del gobierno andaluz no sea su última derrota.

Que Pedro Sánchez iba a apartar a sus críticos cuando tuviera ocasión e iba a diseñar un grupo parlamentario a su medida va en la naturaleza del líder del PSOE, pero también en la condición de todo número uno. No se conoce un secretario general o presidente de partido que haya elegido para sus equipos a sus mayores enemigos por muy íntimos que fueran. No lo hizo Pablo Iglesias cuando ganó Vistalegre II, ni Pablo Casado cuando se impuso a Santamaría, pero tampoco la anterior generación de políticos. La magnanimidad no fue nunca una virtud practicada en las organizaciones políticas. Ni ahora ni nunca. Esto no va de nuevos o viejos, sino de vencedores y vencidos. De la ruindad de la política. Del “quítate tú que ahora vengo yo”. Del momento de las “venganzas” y los “ajustes de cuentas”. De las humillaciones y las pérdidas de dignidad por mantener un sueldo público. Del rostro más inmundo de la vida pública.

Se ha instalado la sensación de que Susana Díaz es hoy un problema para la necesaria renovación del proyecto socialista en Andalucía

Distinto a la batalla entre Sánchez y Díaz es que en el PSOE siempre haya existido una cultura de partido protectora de quienes ostentaron con anterioridad la representación orgánica. Ex secretarios generales, exvicesecretarios, ex ministros o ex cabezas de lista tuvieron siempre un destino más o menos respetable en agradecimiento por los servicios prestados. Había una especie de código de honor y respeto hacia los mayores, que se quebró con la llegada de Sánchez. Y, ahora, los restos del “rubalcabismo”, el “zapaterismo”, el “susanismo” o cuantos “ismos” quedaban en el Congreso de los Diputados o en el Parlamento Europeo van a ser apartados de las candidaturas. Si queda algún superviviente será en las listas del Senado. Unos lo llaman “renovación” y otros “sectarismo”.

Sea lo que sea y más allá del “revanchismo”, lo cierto es que en Ferraz, pero también en una parte importante de la militancia, se ha instalado la sensación de que Susana Díaz es hoy un problema, y no sólo para la dirección federal, sino para la necesaria renovación del proyecto socialista en Andalucía, sometido durante 40 años al poder institucional de la Junta.

Sin Gobierno, sin consejerías ni cargos que repartir desde la Administración autonómica, Díaz no parece consciente de que su poder se ha esfumado, de que sus hasta ahora incondicionales ya no le siguen en esta última cruzada y que éste no era momento para plantear una nueva guerra. Ya no compite en condiciones de igualdad. Y lo que es peor, no aprende de las derrotas.