Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, que se saldaron con casi 3.000 personas muertas, no hay un país occidental que no tenga en su agenda política la probabilidad que se cometa un hecho similar en su propio territorio. La expansión del terrorismo yihadista y su penetración a través de lo que se consideran células durmientes o de comandos desplazados para actuar a la zona elegida ha convertido a cualquier Estado, por poderoso que sea, en vulnerable. Tanto es así que la permanente detención de individuos o grupos organizados en la fase de preparación de los atentados no resta capacidad de actuación a los terroristas, lamentablemente. Por todo ello, la masacre de París, más allá de ser un acto deleznable en el corazón de Europa y de sus valores democráticos, es la historia de una tragedia anunciada y lamentablemente esperada.

Cuando el pasado mes de enero se produjo el atentado contra el semanario satírico Charlie Hebdo en el que murieron una docena de personas, los franceses descubrieron con horror tres cosas: que no podían defender su territorio y garantizar su inviolabilidad, que un atentado a gran escala era una eventualidad real y que los asesinos que habían llevado a cabo la matanza habían sido compatriotas suyos. En resumen, que la infiltración del terrorismo yihadista era imparable y que Francia debía prepararse para lo peor. Durante meses, conversé en París con decenas de personas, muchas de ellas anónimas, otras autoridades o personalidades de ámbitos diferentes de la sociedad. La Francia siempre orgullosa (con tropas en varias guerras en África y también en Siria e Irak luchando contra el Estado Islámico) estaba lógicamente herida pero también temerosa. Muy temerosa. El atentado había hecho mella incluso en sus tradicionales valores republicanos y se abría, sin que nadie quisiera expresarlo así, un terreno para los duros de cada espacio político: Sarkozy, en la derecha; Manuel Valls, en la izquierda; y Marine Le Pen, la dama del Frente Nacional, en la extrema derecha.

Nada era suficiente después de la masacre del 'Charlie Hebdo': París no debía luchar sólo contra comandos procedentes del exterior sino también contra una potente infraestructura en el interior
Estos meses, Francia ha vivido encogida, en alerta máxima de seguridad, que equivale a un riesgo muy alto de atentado. En junio, tuvo una nueva prueba de su fragilidad frente al extremismo islamista cuando cerca de Lyon un lobo solitario decapitó a su jefe y colgó su cabeza en una valla a la entrada de una fábrica. Mientras, el gobierno incrementaba en abril en 4.000 millones el presupuesto de Defensa para los próximos cuatro años. Pero nada era suficiente, ya que París no debía luchar y desactivar únicamente comandos procedentes del exterior, sino también contra una potente infraestructura en el interior con capacidad operativa. Así, hasta el viernes por la noche cuando el terrorismo propinó un atentado humillante contra las autoridades francesas. Hasta este momento 128 muertos en un ataque múltiple y coordinado con siete focos y varios terroristas inmolados con explosivos.

Cuando el pasado 11 de enero una gran manifestación con 1,5 millones de personas recorría las calles de París encabezada por cuarenta jefes de Estado o de gobierno, en una imagen que simbolizaba la repulsa a la barbarie y la unidad contra el terrorismo, David Cameron, el premier inglés, siempre directo en sus comentarios, se despidió con un vaticinio que hoy vale la pena recordar: "Esto será así durante muchos años".