Esta semana, Nayib Bukele ha “militarizado” las escuelas de El Salvador. Cortes de pelo obligatorios, uniformes impecables, directores que revisan personalmente a cada estudiante, “lunes cívicos” con himnos y banderas. Una medida que ha dividido opiniones: ¿es autoritarismo disfrazado o una respuesta desesperada a la pérdida total de valores?
Lo cierto es que Bukele ha puesto el dedo en la llaga de un problema que todos vemos pero que nadie se atreve a nombrar: hemos perdido completamente la educación básica. Y no hablo de matemáticas o lengua. Hablo de saber estar, de respeto elemental, de normas de convivencia.
Lo tenemos ante nuestros ojos cada día: gente que se grita en la cola del supermercado por nimiedades, discusiones porque un perro ladra, o por un sitio para aparcar, gente que se insulta y amenaza en redes sociales como si fuera un deporte, que convierte cualquier discusión en un campo de batalla. ¿Cuándo empezamos a creer que tener razón nos da derecho a ser maleducados?
El problema, en mi humilde opinión, es que las democracias necesitan ciudadanos educados. No me refiero a títulos universitarios, sino a algo más básico: la capacidad de discrepar sin destruir, de convivir con quien piensa diferente, de resolver conflictos sin convertirlos en guerras personales.
Mientras Bukele experimenta con disciplina militar, nosotros seguimos con nuestras “pedagogías blandas” que han fracasado estrepitosamente. Hemos pasado de la autoridad al libertinaje, sin comprender que cuando se quiere dar libertad, hay que presentarla con grandes dosis de responsabilidad. El resultado está a la vista: generaciones que confunden libertad con salvajismo. La falta de respeto a los mayores, a los otros en general, y pensar que tener razón te da carta blanca para maltratar a cualquiera.
Autoridad sin autoritarismo, límites sin represión, educación sin adoctrinamiento. Porque una sociedad que no educa a sus ciudadanos está condenada a elegir entre el desorden y el totalitarismo
No digo que la solución sea militarizar las escuelas, pero sí me parece que hace falta una reflexión profunda, tanto a nivel individual como colectivo. La educación nace de la familia, se refuerza en la escuela y en el entorno social.
Y no me parece que sea solamente un problema de los más pequeños, ni de los adolescentes. Es que la gente adulta tiene los nervios a flor de piel, se llegan a decir barbaridades sin medir las consecuencias, ni quién pueda estar presente. Hay una tendencia a montar broncas, sin educación ni respeto, por cualquier cosa. Y al mismo tiempo, cuando toca reclamar, con razón, muchos se callan porque parecen haber asumido que reclamar tus derechos supone pasar un mal trago. Es normal, porque si la otra parte va a reaccionar “de cualquier manera”, es muy complicado resolver conflictos en este ambiente.
Algo tendremos que hacer cuando vemos que cada vez más gente es incapaz de mantener una conversación civilizada, que cualquier contrariedad genera explosiones desproporcionadas, que hemos normalizado la agresividad como forma de relacionarnos. El péndulo, como decía antes, conlleva que muchos no quieran decir nada ante una injusticia, por miedo a lo que pueda venir después.
La democracia no funciona con salvajes. Requiere ciudadanos que sepan escuchar, que toleren la frustración, que entiendan que sus derechos terminan donde empiezan los de otros. Si no recuperamos esos mínimos civilizatorios, terminaremos eligiendo entre el caos o la mano dura. Entre el caos y el orden, ¿le suena?
El caso Bukele es un espejo incómodo: mientras unos aplican disciplina autoritaria, otros no aplicamos ninguna. ¿Cuál de los dos extremos es más peligroso para la convivencia democrática?
La respuesta está en el equilibrio que hemos perdido: autoridad sin autoritarismo, límites sin represión, educación sin adoctrinamiento. Porque una sociedad que no educa a sus ciudadanos está condenada a elegir entre el desorden y el totalitarismo.