A pesar de que no lo he leído tanto como mi amigos, el escritor que más me gusta es Marcel Proust. Lo descubrí en un volumen cortito, traducido por Anna Casassas, que llevaba por título Sobre la lectura y que me enseñó por qué una sola página a veces vale mucho más que un centenar de libros.

Al acabarlo empecé la Recherche, pero la traducción de Vidal Alcover es una locura narcisista. Reconozco que me alegró saber que el traductor se había muerto a la mitad del último volumen. Corrí a leer las últimas 150 páginas como estas viudas que reviven cuando se muere su marido pero no se lo osan reconocer, con una mezcla de sentimiento de culpa y de liberación.

Como que las traducciones de Proust al castellano me sonaban todavía más artificiales que la astracanada de Alcover me compré una edición barata de Les plaisirs et les jours en un viaje a Francia. El Google Translator todavía no existía y ya me veis a mí en el tren de vuelta intentando descifrar de qué se moría el pobre vizconde de Sylvanie con una traductora digital que tenía aspecto de calculadora vieja.

A pesar de que no entendí casi nada de lo que leía, durante un par de años continué comprando libros de Proust cada vez que iba de visita a París. Los camareros del Ami Louis se tocaban el bigote y me hacían reverencias como si fuera el rey de Francia cuando me veían entrar en el restaurante con títulos de especialista bajo el brazo como por ejemplo Écrits sur l’Art, Ecrits Mondains o Contre Sainte-Bevue.

Para leer Proust, me apunté, incluso, a cursos de francés. Tenía un profesor bretón que había olvidado la lengua de sus padres. Encontraba admirable mi facilidad para escribir, decía, el idioma de Montaigne. Yo siempre le respondía que esta facilidad se debía al hecho que el francés es una especie de catalán medieval de Lleida mal escrito y que el nombre auténtico de Montaigne debía de ser, seguramente, Montanya.

Cuando Josep Maria Pinto empezó a traducir la Recherche ya tenía demasiado trabajo para dedicar tiempo a Proust. Tengo algunos de sus volúmenes y he leído pasajes sueltos, excepto Las chicas en flor, que lo leí entero este verano en la buhardilla de la casa familiar mientras tuiteaba sobre el maldito procés en calzoncillos ofreciendo mi cuerpo a la brisa que venia del jardín como una chica mala.

A diferencia de muchos lectores, a mí tanto me dan las obsesiones amorosas del señor Swann, los ataques de pánico del pequeño Proust, la picardía irresistible de Odette e incluso las reflexiones que el autor de la Recherche hace sobre la naturaleza circular del tiempo y la ductilidad de la memoria. Para mí, Proust es como una canción de aquellas que me ponía de manera compulsiva cuando no sabía inglés.

Lo que me interesó desde el primer día es la vibración de su prosa, la manera de estar en el mundo que transmiten sus libros. Proust me recuerda que la vida es un juego protegido por la memoria y que siempre queda margen para el amor, la sorpresa y la deportividad si tienes la paciencia y el talento que hace falta para poner cada una de las cosas buenas y malas que atraviesan tu corazón a la distancia precisa.

De Proust me gusta la dulce serenidad que rezuma el pensamiento en el meollo del ruido y del caos que acompaña la vida. Su prosa me recuerda que no hay que estar enfermo para ver la comedia humana desde fuera y que, cuando uno sabe lo que quiere y qué ha venido a hacer al mundo, la memoria personal se vuelve un lago de aguas imperturbables y profundas, en el cual te puedes bañar tanto si hace frío como si hace calor y pescar, en medio de un silencio mágico, las bestias más simpáticas y exóticas.