Este invierno asistí a un encuentro internacional sobre seguridad y autodeterminación auspiciado por la Universidad de Princeton que últimamente me vuelve a menudo a la cabeza cuando leo los diarios catalanes y europeos. El simposio duró un par de días y se celebró en el monasterio de Sankt Florian, una fortaleza de monjes agustinos austera y robusta, aireada por grandes patios y por algunas cámaras nobles que le dan un barniz romántico, de cuartel general de la caballería austro-húngara. 

El titular de las jornadas lo dio un diplomático chino que habló poco pero que dijo, con un aplomo de rey y con un inglés macarrónico cómo el mío: “Nosotros hace más de 2.000 años que centralizamos y nos va muy bien, porque nos da más miedo la desigualdad que la pobreza”. La sobriedad de aquel señor puso en evidencia a los representantes de la mayoría de países. Bajo el ala de los Estados Unidos, los europeos parecían estos huevos de Pascua que los austríacos pintan de colorines para decorar las fiestas de Semana Santa.

En privado, muchos representantes admitían que Europa va de capa caída mientras habla del sexo de los ángeles. En casi cada intervención podías ver como la misma Unión Europea que critica la xenofobia y se declara liberal y cosmopolita después refunfuña porque China llena de inversiones el continente. Alguien lamentó que los chinos hubieran comprado el aeropuerto de Tolosa y que lo hubieran convertido en un laboratorio aeronáutico. Cuando recordé que París ha preferido dejar que el sur de Francia se empobreciera antes que conectarlo con Barcelona en la mesa de debate todo el mundo se hizo el sordo.

Los discursos europeos exudaban una hipocresía blanca de negocio en liquidación que en Catalunya conocemos bastante bien. Las disquisiciones sobre la identidad y la importancia de la ley parecían destinadas a mantener la autodeterminación en un plan estrictamente teórico. En un pasillo, un exministro de la Europa del Este nos deseó suerte con la independencia, mientras que el representante de una organización que trabaja con el derecho a la autodeterminación nos preguntó por qué no intentábamos volver a pactar una mejora del Estatut.

Durante un cóctel, un militar americano que había dirigido las operaciones de Afganistán nos cogió aparte y nos hizo tres preguntas muy concretas: Cuántos catalanes hay en el ejército español, cuántos catalanes hay en la Policía Nacional y en la Guardia Civil, y cuántos españoles hay en los Mossos de Esquadra. “Tenemos un buen problema”, dejó caer con cara de preocupación, una vez hubimos explicado la situación que aquí conocemos con cuatro pinceladas obvias. Del referéndum de octubre no preguntó nada.

Igual que le pasó a Japón, China se vio arrastrada a una larga decadencia cuando la obsesión por mantener la paz interior se convirtió en la base de su pensamiento y de su política. Mientras Europa encontró en la guerra y en las revoluciones una manera creativa de gestionar su diversidad, el continente lideró la humanidad y dominó el mundo. Las dos guerras mundiales pusieron a los países europeos al límite de la autodestrucción y el susto contribuyó a abrir paso a la democracia.

La democratización de Europa, protegida por los Estados Unidos, tenía que servir para gestionar la diversidad del continente y, por lo tanto, para impulsar su progreso sin violencia. En el fondo, los norteamericanos restablecieron en Europa el proyecto que se había hundido en 1714, pero ahora no vamos a entrar en debates históricos. La paradoja es que el mismo miedo a las guerras del pasado que de entrada sirvió para consolidar el prestigio de las urnas, poco a poco ha ahogado su papel en la doble moral y la mentira. 

Como dijo el diplomático chino ―con su inglés difícil―, la centralización funciona cuando las diferencias naturales entre la gente te dan más miedo que la pobreza. La decadencia del imperio español sería otra prueba que centralizar es una solución más fácil que enriquecedora. Si Europa quiere alargar los 80 años de paz tan excepcionales en su historia, sin perder el lugar de prominencia que ha ocupado en la escena internacional, no se puede tomar a la ligera el derecho a la autodeterminación. 

Europa debería hacer un salto democrático comparable al salto tecnológico que hemos vivido en los últimos años, para no perder el paso. A la hora de centralizar, los hombres de Beijing siempre nos ganarán porque nos traen siglos de ventaja y porque la China, igual que la vieja España o que Rusia, está acostumbrada a ser pobre. La aportación de Europa en el mundo debe ser el sueño humanista, la idea que la inteligencia tiene más fuerza que las porras, o sea, que la voluntad de un individuo puede ser tratada como si fuera la de todos los individuos, más que a la inversa. 

En el mundo que viene, la libertad desprovista de derecho a la autodeterminación se asemejará cada vez más al capitalismo sin democracia de China. Es una lástima que, para adaptarse a las manías centralizadoras españolas, ERC y PDeCAT den un ejemplo tan nefasto escarneciendo a sus votantes en los medios de comunicación y en las cámaras representativas