Soy consciente de que en múltiples ocasiones he abordado el problema de la judicialización de la política. Sin embargo, resulta evidente que seguimos atrapados en el mismo punto de hace años, sin que se perciba una voluntad social —y, por tanto, política— de resolver este grave mal que afecta tanto a España —como Estado— como a las naciones que aún la integran.

La judicialización de la política se ha convertido en uno de los síntomas más visibles del agotamiento del modelo institucional español. Lo que en otras democracias se resuelve mediante confrontación programática, deliberación pública o decisiones de gobierno, en España se desplaza sistemáticamente hacia los tribunales. No es un fenómeno nuevo, pero ha alcanzado en los últimos años una intensidad preocupante que revela una patología más profunda: una disfunción estructural del sistema democrático.

Este fenómeno implica, en esencia, que los tribunales de justicia sustituyen a los canales propios de la deliberación democrática. En lugar de que los partidos, el Parlamento o la ciudadanía canalicen los conflictos políticos, se delega esa función en los jueces. De este modo, los tribunales no actúan ya como garantes del orden constitucional, sino como actores políticos con influencia desproporcionada, carentes de contrapesos y sin rendición efectiva de cuentas.

En el marco jurídico de la Unión Europea, el Estado de Derecho (Rule of Law) no es una cláusula retórica. El artículo 2 del Tratado de la Unión consagra valores esenciales como la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad, el Estado de Derecho y los derechos humanos. Estos no son principios abstractos: constituyen exigencias materiales y funcionales que los Estados miembros deben garantizar de manera efectiva.

Una democracia sustancial, según el Derecho de la Unión, implica:

  1. Independencia judicial real y verificable: no basta con proclamarla; deben existir garantías procesales y estructurales que impidan la captura ideológica, política o corporativa del poder judicial.
  2. Separación efectiva de poderes: no como división formal, sino como un equilibrio dinámico y operativo que permita el control recíproco entre poderes.
  3. Acceso real y equitativo a la justicia: parte del derecho a un recurso efectivo (art. 47 de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE) y exige condiciones materiales de igualdad.
  4. Cultura deliberativa y no represiva: el pluralismo y el disenso construyen el espacio democrático, no su criminalización.

Los tribunales no actúan ya como garantes del orden constitucional, sino como actores políticos con influencia desproporcionada, carentes de contrapesos y sin rendición efectiva de cuentas

El problema no reside en la existencia de mecanismos jurisdiccionales de control —propios de cualquier Estado de Derecho—, sino en el abuso sistemático de esos mecanismos, hasta convertirlos en el eje rector de la vida pública. En España hemos visto cómo decisiones políticas legítimas —como convocar un referéndum, impulsar reformas legislativas, reclamar mayor autonomía territorial o promover disensos constitucionales— han sido objeto de persecución penal. La criminalización del disenso no es una anomalía esporádica, sino un síntoma sistémico.

Esta deriva no puede explicarse únicamente a partir de los actores que han protagonizado los casos más notorios —el proceso independentista catalán, los pactos de investidura, los acuerdos parlamentarios o incluso la Ley de Amnistía—. El origen es más profundo y remite al diseño inacabado de la democracia española.

La transición política se articuló sobre un pacto de mínimos que dejó sin resolver cuestiones fundamentales: la revisión del pasado reciente, la articulación territorial del Estado, la configuración del poder judicial, el reparto real de contrapesos institucionales o el rol de la ciudadanía en la fiscalización del poder. El resultado ha sido una democracia formal pero no sustancial, donde las estructuras del poder siguen funcionando bajo una lógica vertical, autorreferencial y endogámica.

Especialmente preocupante es el modelo de poder judicial. A diferencia de los demás poderes del Estado, el judicial ha quedado blindado frente a mecanismos reales de control externo. Su composición, su funcionamiento y su relación con el resto del sistema no han sido objeto de una verdadera democratización. Así, opera como un “tercer poder” sin contrapesos, más cercano a una casta jurisdiccional que a un poder sometido a la soberanía popular.

La judicialización no es solo una estructura, sino también una práctica política. Durante las últimas décadas, todos los poderes —Gobierno, oposición e incluso órganos constitucionales— han optado por externalizar sus responsabilidades, trasladando a los jueces la resolución de conflictos de naturaleza política.

Este proceso se basa en un doble movimiento perverso: por un lado, los actores políticos rehúyen los costes de alcanzar acuerdos o de sostener posiciones impopulares pero necesarias, delegando la decisión al poder judicial; por otro, los jueces aceptan —e incluso reivindican— ese rol ampliado, pese a no contar con la legitimidad democrática que exige la resolución de conflictos tan trascendentes.

Así, el juez se convierte en el intérprete último no solo de la ley, sino del conflicto político. Esta desnaturalización del papel constitucional del poder judicial mina la confianza ciudadana y debilita el principio de separación de poderes. Cuando todo termina en los tribunales, es la política la que se vacía de contenido, y con ella la democracia misma.

Cuando la política se vacía y se delega en los jueces, la democracia se convierte en una ficción tecnocrática. Y cuando los jueces asumen funciones que no les corresponden, se rompe el equilibrio institucional y se resiente la legitimidad del sistema

Pensar que esta patología puede corregirse mediante reformas legislativas puntuales o por un cambio de color político es un error. La judicialización de la política no es un accidente, sino el reflejo de cómo fue configurada la arquitectura institucional española. Afrontarla exige una transformación profunda, no solo normativa, sino también cultural e institucional.

La única salida real pasa por una refundación democrática que asuma el paradigma europeo no como un compromiso formal, sino como una guía sustantiva de acción política. No es suficiente con despolitizar el Consejo General del Poder Judicial —consigna ambigua donde las haya—. Es imprescindible repensar el lugar del poder judicial en el sistema democrático:

  • ¿Qué controles existen sobre la judicatura?
  • ¿Quién vigila a los que vigilan?
  • ¿Qué mecanismos corrigen sus excesos o desviaciones?
  • Y, en última instancia: ¿quién sanciona a los que sancionan?

El problema de fondo es que el poder judicial carece de contrapoderes reales. No responde ante la ciudadanía, no es evaluado externamente, ni está sometido a mecanismos de depuración cuando actúa movido por intereses ideológicos o corporativos. Frente al principio democrático de soberanía popular, el poder judicial permanece inmune a la exigencia de responsabilidad.

Salir de este laberinto institucional requiere una transformación radical del diseño democrático. Ello implica, como mínimo, tres líneas de actuación:

  1. Reconfiguración del sistema de contrapesos: Los tres poderes del Estado deben equilibrarse y controlarse mutuamente. Es imprescindible establecer mecanismos eficaces para que el poder judicial no actúe como un poder autárquico ni hegemónico. Esto exige transparencia en sus decisiones, control democrático sobre su órgano de gobierno y limitación de su jurisdicción en asuntos esencialmente políticos.
  2. Redistribución de la centralidad institucional: La política debe recuperar su papel como eje vertebrador de la vida democrática. Para ello, se necesita fomentar una cultura de negociación, respeto institucional y responsabilidad. Los actores políticos deben dejar de esconderse tras las togas y asumir con madurez democrática la resolución de los conflictos.
  3. Empoderamiento efectivo de la ciudadanía: La democracia no se sostiene sobre élites, sino sobre una ciudadanía activa y vigilante. Es urgente abrir canales reales de control y participación ciudadana, capaces de fiscalizar las instituciones y participar directamente en la toma de decisiones. La judicialización no se combate desde los despachos, sino desde una sociedad consciente y comprometida con sus derechos.

En definitiva, cuando la política se vacía y se delega en los jueces, la democracia se convierte en una ficción tecnocrática. Y cuando los jueces asumen funciones que no les corresponden, se rompe el equilibrio institucional y se resiente la legitimidad del sistema. Tengámoslo claro: la solución no vendrá desde los juzgados, sino desde una ciudadanía capaz de exigir cuentas, de construir alternativas y de defender una democracia auténtica.