Sí, insulta la inteligencia la imagen simiesca del diputado de Vox en el Congreso, Víctor Manuel Sánchez del Real, las gafas en una mano, la americana abierta de par en par cogida por las solapas, el pecho hinchado como un gorila rabioso, la mandíbula barbiblanca tensa, la testa avanzada, los dientes apretados, las cejas fruncidas, arremetiendo contra la ministra de Igualdad, Irene Montero a cuenta de los efectos indeseados de la ley del sí es sí. O el insulto machista, con un no sé qué de porno duro casposo en versión castiza, de la también diputada ultra Carla Toscano contra la también compañera del exlíder de Podemos "Su único mérito es haber estudiado en profundidad a Pablo Iglesias"...— O la desvergüenza con que la Falange, un partido fascista, conmemora en Madrid o en Alicante el 20-N, fecha en que murieron José Antonio Primo de Rivera (1936) y Francisco Franco (1975). Sí, sí, todo eso es gravísimo y evidencia que la dialéctica falangista de los puños y las pistolas incrustada en el ADN de la ultraderecha española ha encontrado una versión 3.0 en la teoría de la agitación trumpista de los Steve Bannon y compañía.

La ultraderecha tiene pista para correr, por descontado, en errores como el de la ley del gobierno "más progresista" de la historia, el del PSOE y Podemos, que permite a los jueces reducir las penas a violadores condenados como los de las Manadas, incluso contra el criterio de la fiscalía. Pero la ultraderecha está desatada como nunca, cuando menos a plena luz del día, porque tiene el campo abonado en un clima político dónde mandan el cainismo, el resentimiento y las malas maneras, la soberbia y la mala leche.

La ultraderecha va desatada como nunca, cuando menos a plena luz del día, porque tiene el campo abonado en un clima político donde mandan el cainismo, el resentimiento y las malas maneras, la soberbia y la mala leche

Indigna la chulería de taberna que gastan los de Vox con Irene Montero, pero debería preocupar la respuesta arrogante y humillante de Ada Colau a la estudiante de periodismo de la UPF —yo me visto como me da la gana"— justamente porque hizo de periodista. La pregunta de la joven acertó en la diana porque desestabilizó la (falsa) seguridad de la alcaldesa de Barcelona sobre una cosa tan absolutamente política como es la ropa, el peinado o, en general, el aspecto físico y más todavía en el caso de una política como Colau, una representante pública sometida por definición al escrutinio permanente del pueblo, del común. ¿Qué pensaríamos si un día Pere Aragonès compareciera en rueda de prensa en traje de Superwoman como solía hacer la Ada Colau activista de la Plataforma contra los Desahucios (PAH)? ¿Sería pertinente o no preguntarle al president de la Generalitat por un cambio de indumentaria tan repentino y llamativo? ¿Y pues, alcaldesa, no habíamos quedado en que preguntar a alguien por su indumentaria es un gesto machista? La coincidencia del incidente con la celebración del día contra las violencias machistas acabó de enturbiar el asunto. Sea como sea, Colau —que se disculpó, lo cual la honra— evidenció en su actitud un nerviosismo más propio de la líder preocupada por su futuro que de quien ya se ve alcaldesa por tercera vez.

La mala leche no es privativa de Vox o de Colau cuando tiene un mal día. También demasiado a menudo la rezuman algunos líderes de ERC y Junts y sus entornos mediáticos

Ahora bien: la mala leche no es privativa de Vox —es su estado natural— o de Colau cuando tiene un mal día. También la rezuman demasiado a menudo algunos líderes de ERC y Junts y sus entornos mediáticos, lanzados a una lucha agónica por la hegemonía que la ruptura del Govern, lejos de calmar, no ha hecho más que endurecer. Oriol Junqueras ha tildado de "egoístas" y "miopes" a los responsables de Junts y ha dejado ir como si tal cosa que si Catalunya no avanza bastante es responsabilidad suya. Así, las dudas —razonables, visto el histórico de resultados que todos conocemos— sobre las bondades del pacto presupuestario de ERC con Pedro Sánchez o de la derogación de la sedición y el agravamiento del delito de desórdenes públicos, que no solo plantea Junts, sino la CUP o Òmnium, por ejemplo, pasan a ser simples palos en las ruedas a la, según parece, fantástica política de los republicanos. Una política que, hoy por hoy, por el solo hecho de tener únicamente el apoyo de 33 de los 135 diputados del Parlament pediría un tono discursivo más humilde.

La mala leche, en democracias electorales como la nuestra, es provocada en buena medida por el miedo a perder aquello que se tiene —o se cree tener— y se acaba imponiendo a cualquier otra consideración. La mala leche también hizo que la presidenta suspendida del Parlament Laura Borràs, evitara aplaudir el otro día por la absolución de un delito de desobediencia de la mesa del Parlament que comandaba su antecesor, Roger Torrent, de ERC. Borràs puede tener razones para remitirse a lo que dice el reglamento de la Cámara, que prohíbe hacer determinados gestos desde la tribuna de invitados. Pero no cuela. Y los muchos insultos machistas que ha recibido a lo largo de su trayectoria, deplorables, tampoco lo justificarían.

O la política, al menos la que se pretende democrática, empieza a vaciar la mala leche como la vejiga cuando la tenemos llena; o se rebaja el estado de mala leche latente en la sociedad, de la que la política siempre es un mero reflejo, o esto será el retorno al planeta de los simios. A la política de los monos con corbata.