Una previa: ¿se imaginan que el intento de quemar vivo a un guardia urbano en el interior de su furgoneta, como sucedió el sábado pasado durante la manifestación por la libertad del rapero Pablo Hasél en Barcelona, lo hubiera protagonizado una masa de independentistas enfurecidos?

Sí, si los autores de los destrozos hubieran sido independentistas, puede que a estas alturas, tras la doceava convocatoria de protesta, y la doceava noche de incidentes y destrozos realizados ya con una operativa próxima a las tácticas de guerrilla urbana, Barcelona estuviera tomada por el Ejército, dado que, al parecer, los Mossos son incapaces de controlar el orden público, misión que justifica su existencia y naturaleza. Sin ir más lejos, ese fue el relato que armó el Estado para justificar la violenta ocupación de Catalunya llevada a cabo por la policía española y la Guardia Civil durante el referéndum del 1-O: la supuesta inacción y desobediencia a la autoridad judicial de la policía catalana en el desmantelamiento de los centros de votación “ilegales”. Cosa que el juicio y la absolución del major Josep Lluís Trapero desmontó totalmente, aunque el mal ya estaba hecho y los políticos y líderes sociales independentistas sentenciados y privados de libertad en la cárcel o el exilio.

Si los autores de los destrozos hubieran sido independentistas, puede que Barcelona estuviera ya tomada por el Ejército

Pero no es el caso. Algo grave sucede en el cuerpo de los Mossos d’Esquadra cuando, ciertamente, sus mandos y agentes se han revelado absolutamente incapaces de contener el garrulismo y la violencia banal que se han apoderado de la protesta por el encarcelamiento de Hasél, convertida en el catalizador de muchas cosas más. Una nueva reencarnación del fantasma del Cojo Manteca, aquel punki vagabundo a quien le faltaba una pierna que se hizo famoso en las protestas de finales de los años ochenta destrozando letreros del Banco de España con su muleta, se pasea estos días por los tristes escaparates del passeig de Gràcia y las tiendas vaciadas por la pandemia. Pero, ¿qué sucede con los Mossos? ¿Miedo a hacer la bola —de fuego— más grande? ¿Simple incompetencia o falta de profesionalidad? ¿Huelga de brazos caídos ante la falta de apoyo político y social? ¿Aprovechamiento de la sensación de caos resultante para otros fines? Cuidado.

Desde luego, los políticos, el conseller de Interior —en funciones—, Miquel Sàmper, y el vicepresident del Govern con funciones de president, Pere Aragonès, deben una explicación a la ciudadanía y la darán este miércoles en la Diputación Permanente del Parlament. Incluso la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, finalmente se ha caído de la cama ante el cariz que van tomando los acontecimientos. Si fuéramos conspiranoicos, diríamos que alguien está muy interesado en que algún mosso dispare sus balas de foam donde no debe —a los ojos de la gente— para así neutralizar al cuerpo policial, colocado en el centro de la diana de la polémica, justo cuando se recrudecen los incidentes. Lo cierto es que una vez más parece cumplirse esa ley inexorable de que a más crítica a las actuaciones cuestionables de la policía catalana, más descontrol policial de las protestas seguidas de actos violentos.

Negociar el modelo policial solo con la CUP y con el passeig de Gràcia ardiendo puede interpretarse como una manera de poner la zorra a guardar las gallinas

Es obvio que el modelo policial catalán es uno de los elementos que, sí o sí, deben estar en la agenda de la nueva legislatura. No tengo tan claro, empero, que lo deba estar, en caliente, en la agenda de negociación del nuevo Govern. Es fácil que —más allá de las buenas intenciones de Aragonès de coger el toro por los cuernos— negociar el modelo policial de Catalunya solo con la CUP, partido antisistema cuyas juventudes llaman a la acción revolucionaria, con el passeig de Gràcia ardiendo, puede interpretarse como una manera de poner la zorra a guardar las gallinas. No he dicho que lo sea, solo que así puede leerse. Cuidado.

No hay que ser ningún fino analista para percatarse de que, cuando la tercera ola de la pandemia aún no permite levantar del todo las persianas para poner a funcionar a pleno rendimiento la máquina del consumo, ese cáncer y esa medicina social a la vez que, lo queramos o no, permite anestesiar tantas tensiones, el clima social es altamente inflamable. La alternativa es parar el reloj y abordar un debate y un consenso amplio sobre la cuestión, derecho a la libre expresión y a la seguridad en tiempos de crisis social y económica aguda, que, en buena lógica, debe ir mucho más allá de la CUP. ERC, el partido que lidera la formación del nuevo Govern, tiene ahí una gran oportunidad.

Un debate y un consenso que, además del resto de fuerzas políticas, y de los empresarios y comerciantes afectados, debería abrirse a la participación de alguno o algunos de esos chicos y chicas de la gasolina para oír sus razones y sinrazones. Las instituciones democráticas deben escuchar y resintonizar con la gente antes de que sea demasiado tarde. Hay que defender la sociedad. Toda.