El confinamiento desestructura, para muchísimas personas, horarios y tiempo, y puede provocar —de hecho, es extraño que no lo haga— alteraciones en la convivencia y el carácter que no se tienen que menospreciar. El confinamiento también tiene sesgo de género y de clase, y en un piso pequeño, sin terraza o balcones, se hace mucho más difícil de vivir y soportar. La falta de espacio propio, de privacidad, la incertidumbre por el empleo, por los ingresos del hogar y por no enfermar, rompe equilibrios. También los psicológicos.

Hace tiempo descubrimos que el tiempo de las mujeres era flexible, que para ellas el día tenía más de 24 horas "lineales" porque el tiempo dedicado a cocinar podía perfectamente ser también tiempo compartido a supervisar juegos de niños o vigilar si la ropa de la lavadora ya se podía tender o secar. El olfato de las mujeres vigilaba de que no se quemara lo que se cocinaba en la cazuela, mientras el oído estaba atento a las fases del lavado —cada una con su ritmo— y la vista no se alejaba nunca mucho de donde las criaturas hacían los deberes, o miraban la televisión, o jugaban. Pero no solamente en la casa se daba esta multiplicación mucho más nutricia que la de panes y peces: ir al trabajo y llevar a los niños a la escuela ocupaban el mismo espacio de vida, y a la vuelta del taller o la oficina, si hacía falta, se sacaban diez minutos para comprar lo que después se comería para cenar.

Toda esta riqueza de tiempo que la flexibilidad lleva hasta otras e imprescindibles dimensiones es de producción y de cuidado. Contiene una faceta de trabajo para otros, y una de más importante todavía, la del trabajo más necesario para la vida. Y la suma global de repente estalla, con el mejor criterio, para hacer frente a una pandemia. No podemos menospreciar sus efectos. En un estudio sobre los efectos de género de las deslocalizaciones de empreses, mujeres que habían perdido el trabajo decían: "No me puedo quedar todo el día en casa, no puedo aguantar de no ir al trabajo. Limpio, riego las plantas y ordeno los armarios de toda la casa. Y cuando acabo de ordenarlos, vuelvo a empezar". Seguramente su situación también debió ser temporal, como la del confinamiento, pero tanto en un caso como en el otro, se añadía la incertidumbre del futuro y el convencimiento de que, después del periodo más amargo, nada sería igual. Queda pues entendido que había mucho de enfermizo en su desazón, pero también, mucho de justificado: las mujeres que habían visto su puesto de trabajo "deslocalizado" muy lejos de su alcance, hablaban del deterioro de las relaciones personales desde que habían perdido el trabajo, del alejamiento con las personas que habían sido muy próximas... y la mayoría acababan llorando. Confesaban, avergonzadas, como si la culpa fuera de ellas, que la tensión en casa había aumentado, y que sí, que a veces se sentían con pocas fuerzas, sobre todo si se bordeaban situaciones de violencia.

Quizás parezca un salto en el vacío, pero quizás habría que hacer un acompañamiento mucho más evidente, tangible y cuidadoso de los efectos de género de todo lo que implica hacer frente a las nuevas tensiones cotidianas del confinamiento. Hablo de mujeres y hombres con conocimientos de psicología, sociología y antropología que utilicen todos los medios que como sociedad podemos poner a su alcance, para reforzar el papel de las mujeres en la crisis. Toda la sociedad tiene que entender lo imprescindible que es el trabajo de cuidados en situaciones excepcionales. Y también, reconocer el valor social que demasiado a menudo se le escatima. Y no me olvido tampoco de las personas expertas en resolución de conflictos que ayuden a compensar vulnerabilidades incrementadas por el hecho de estar recluidas las personas más débiles. Y ayuden a elaborar un luto que ya se adivina terrible.

Habría que hacer un acompañamiento mucho más evidente, tangible y cuidadoso de los efectos de género de todo lo que implica hacer frente a las nuevas tensiones cotidianas del confinamiento

Está bien saber, casi minuto a minuto, cómo evoluciona una curva de morbilidad, pero también ayuda a frenar su crecimiento limitar el estrés y el sufrimiento que debilitan las defensas. Seguramente muy al margen de criterios científicos, creo que el aplauso de afecto y solidaridad para el personal sanitario que resuena cada día, a las 8 de la noche, renueva energías, aumenta la eficacia de todo el equipo de protección, y hacen más impenetrables para los coronavirus las mascarillas y más suave el doble juego de guantes, y aleja más el material con el que se hacen las batas de aislamiento del de las bolsas de basura, cosidos robando horas de sueño. No quiero desviar ninguna mirada imprescindible de donde se libra la acción a vida o muerte. Pero ahora que todas las luces iluminan las UCI y nos estremece la carencia de respiradores, se perfilan poco a poco realidades que también ahogan y exigen acción política: las residencias de personas mayores, las prisiones, los CIE, las personas sin techo, las que no dejan ni un palmo libre en los campos de concentración en las fronteras de la UE (y que nos tendrían que hacer pensar en todas las infecciones de este sistema)... pero también las indefensiones que recorren nuestros hogares y que exigen respuesta. Sabemos del sesgo de género de cada crisis, y la de la Covid-19 no se escapa... Cuanto antes empecemos a trabajar, más conscientes seremos de su peligro, y menos duros serán sus efectos.