No todo vale, ni siquiera en nombre del reconocimiento a una trayectoria artística. Loles León es una actriz de largo recorrido, con una carrera consolidada y momentos brillantes en el mundo del cine, el teatro y la televisión. Sin embargo, su figura pública no puede desligarse de sus declaraciones y actitudes reiteradamente despectivas hacia la lengua catalana, ni tampoco puede pretender recibir una de las máximas distinciones que otorga la Generalitat de Catalunya como si estas actitudes fueran irrelevantes o un desafortunado malentendido. No lo son.
No se trata aquí de debatir sobre su ideología política ni sobre si es o no independentista. Ese no es el tema. Muchos catalanes no independentistas han recibido (merecidamente) la Creu de Sant Jordi por su compromiso con la cultura, la lengua y la identidad del país. La discrepancia política es, en democracia, perfectamente legítima. Pero el desprecio activo, público y reiterado hacia la lengua propia de Catalunya no lo es, y menos aún en alguien que ha vivido buena parte de su vida en Barcelona y que ha tenido todos los canales abiertos para entender y amar aquello que aquí se habla o se intenta hablar.
Loles León no ha sido simplemente una persona que no ha hablado catalán. Ha sido, en varias ocasiones, alguien que ha ironizado sobre su uso, que ha ridiculizado a quienes lo hablan, que ha tratado el catalán como una molestia o una extravagancia, como si la lengua de nuestros abuelos y de nuestros hijos fuera un capricho folclórico sin valor real. Esta actitud, una vez más y por mucho que lo sostengan las tesis del govern Illa, no es neutra: es una forma de supremacismo cultural sutil pero persistente, que alimenta la idea de que solo lo español es universal y que el catalán solo sirve para provincianos o radicales. Esta es la estrategia: que discutir el premio, o el cartel de Sant Jordi, o los invitados de Col·lapse, parezca cosa de frikis. No lo somos, ni debemos permitir que se nos tache como tales.
No podemos exigir a nuestros jóvenes que amen el catalán mientras premiamos a quien lo escupe
Conceder la Creu de Sant Jordi a Loles León lanza el mensaje (¡institucional!) de que la contribución artística puede compensar la ofensa cultural. Que la notoriedad mediática pesa más que el respeto. Que la desconexión con la esencia del país no solo no penaliza, sino que incluso se aplaude.
La Creu de Sant Jordi no es un premio artístico: es un galardón institucional. Tiene un sentido profundamente simbólico. Es el reconocimiento de la Generalitat a aquellas personas o entidades que han contribuido al prestigio de Catalunya, a la defensa de sus valores, a la proyección de su cultura, a la preservación de su lengua. Y es aquí donde la idea de premiar a Loles León hace aguas: no solo no ha contribuido al prestigio del catalán, sino que lo ha menospreciado; no solo no ha defendido la pluralidad lingüística, sino que la ha ridiculizado; no solo no ha ayudado a proyectar nuestra cultura, sino que la ha subordinado a una visión mesetaria y centralista del mundo.
Habrá quien argumente que los premios no deben darse solo a quien piensa como nosotros, y es cierto. Pero es que eso nunca se ha hecho. Nunca las Creus han dejado de ser “de todos”, ni Sant Jordi ha dejado nunca de ser “de todos”, como insinúan los eslóganes insultantes. Pero estas condecoraciones no deben otorgarse a quien desprecia lo que simbolizan. Es una cuestión de coherencia institucional, de dignidad colectiva, de respeto por una lengua que ha sobrevivido a prohibiciones, persecuciones y silenciamientos. No podemos exigir a nuestros jóvenes que amen el catalán mientras premiamos a quien lo escupe.
La negativa reciente del Ayuntamiento de Barcelona a concederle una medalla ya abrió un debate necesario, y ante ello el Govern de la Generalitat debería haberse detenido un momento y reflexionado. Entender que no todo es cultura audiovisual y popularidad. Que hay líneas que no deberían cruzarse.
La Creu de Sant Jordi no es solo un oropel institucional: es un símbolo. Y los símbolos, cuando se vacían de sentido, se convierten en puro maquillaje o en rituales menores. A no ser que esa sea precisamente la intención.