Si Ada Colau vuelve a ser alcaldesa de Barcelona, los barceloneses que la hayan vuelto a votar realmente tendrán que hacérselo mirar. Tendrán que hacerse mirar cómo puede ser que, con todo lo que ha hecho y dejado de hacer desde que apareció en la escena pública en 2008 al frente de una desconocida Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) que tenía que acabar poco menos que con la emergencia habitacional y la pobreza en el mundo, aún le sigan teniendo confianza. Si eso pasa, que ocupe por tercera vez la alcaldía de la capital catalana a partir de las elecciones municipales que tocan en mayo de 2027, el problema no será de ella, sino de quienes, a pesar de todo, se lo volverán a permitir con su voto, como si no tuvieran suficiente con la experiencia acumulada.

Ella, en todo caso, hace días que ha empezado la campaña y es una obviedad que toda la comedia de la Global Sumud Flotilla para llevar ayuda humanitaria a Gaza, que resulta que llevaba de todo menos ayuda humanitaria real (comida, medicamentos, ropa...) y cuyo único objetivo era poder responsabilizar a Israel de lo que más conviniera, fue la carta de presentación de su cuarto intento por acceder a la alcaldía de Barcelona. El primero, en 2015, le salió redondo, ganó las elecciones solo con un concejal de margen, pero, como el alcalde saliente, Xavier Trias, de CiU, que quedó segundo, renunció a articular una mayoría alternativa —que quizás no habría salido, pero como no lo probó no se sabrá nunca—, se encontró con la alfombra roja de camino al cargo. El segundo intento, en 2019, de entrada no le fue tan bien, porque quien ganó los comicios fue Ernest Maragall, de ERC, pero, como ella le había cogido el gusto a esto de mandar, hizo lo posible, a pesar de haber quedado segunda, para mantenerse en el sillón y llegó a aceptar, incluso, para conseguirlo, el apoyo del lerrouxista Manuel Valls, el ex primer ministro de Francia a quien ni los franceses aprecian mucho.

El tercero, en 2023, la apartó del puente de mando, porque quedó tercera en las urnas, pero le permitió participar en un pacto igualmente indigno con el PSC y el PP para evitar que quien había ganado las elecciones, que había sido Xavier Trias, esta vez en las filas de JxCat, pudiera volver a ser escogido alcalde. Después de haber dado lecciones de vete a saber cuántas cosas, resultaba que Ada Colau había hecho exactamente lo mismo que cualquiera de los otros partidos tradicionales que tanto había criticado cuando de tocar poder se había tratado. Y el cuarto intento, que será el de 2027, lo afronta, después de haber sido incapaz de aguantar todo el mandato como simple concejala y haberlo dejado aún no a la mitad, con voluntad de poder repetir como alcaldesa, pero con el hándicap de que ahora ya todo el mundo la conoce y sabe qué puede esperar de ella. De hecho, el legado que ha dejado de momento, con las llamadas supermanzanas como realización estrella, que se han cargado tanto la fisonomía como el espíritu con el que se diseñó y construyó el Eixample, da pavor y, si el pobre Ildefons Cerdà levantara la cabeza, se volvería a morir del susto.

La aparente retirada en octubre de 2024 fue, pues, solo táctica para poder preparar el nuevo asalto a la alcaldía de la capital catalana. La presencia en la flotilla, y la promoción que hicieron determinados medios talmente como si la protagonista fuera ella y no la supuesta ayuda humanitaria para Gaza, fue, en este sentido, el punto de partida de su particular campaña para volver a la primera línea de la política. Para empezar, pagada con dinero público, porque —una vez interceptada la flotilla, como era de prever, por el ejército de Israel— el avión de vuelta de Tel Aviv a Barcelona, vía Madrid, claro está, lo sufragó el erario público y el Gobierno español no lo cobró a los activistas implicados en la performance del crucero por el Mediterráneo como sí que hicieron otros países europeos más sensatos y serios. Y para continuar, obligando al partido, los Comuns, a modificar sus propias reglas internas —el código ético lo llaman— para que la vedette se pueda volver a presentar a las mismas elecciones por cuarta vez consecutiva.

Con estas credenciales, ¿a quién seguirá engañando Ada Colau? Hace diez años era la novedad, provenía, con la consigna de acabar con los desahucios bajo la marca de la PAH, del activismo social articulado en los últimos tiempos, sobre todo en torno al movimiento del 15-M, conocido también como el movimiento de los indignados. Un movimiento que había crecido en paralelo al movimiento independentista, pero con el que nunca coincidiría porque en realidad estaba en contra. Y un movimiento, eso sí, que se jactaba de ser la chispa que acabaría con la vieja política e implementaría una nueva forma de hacerla, alejada de la que practicaban los partidos clásicos y que los distanciaba cada vez más de la gente. Ella misma no se cansaba de repetir que no sería como los demás políticos y que no se apoltronaría en el cargo. El encanto, sin embargo, duró muy poco y pronto se descubrió que la nueva política sería, en realidad, igual o peor que la vieja y serviría solo para que fueran otros los que ocuparan las sillas, pero para nada más.

Es habitual verla envuelta con el pañuelo palestino, la kufiya que popularizó Yasser Arafat, antes que luciendo la bandera catalana

En Catalunya fueron los Comuns —primero como Barcelona en Comú y Catalunya en Comú— los que intentaron vertebrar todo este movimiento —mientras en España lo hacía Podemos—, pero con el añadido de que desde el primer momento recogía también la herencia de ICV, que a su vez había recibido el legado del PSUC. El resultado de la mezcla fue una formación política aparentemente equidistante, de la que, sin embargo, nadie puede fiarse, porque, cuando llega la hora de la verdad y hay que elegir, siempre se decanta por el lado contrario. Y una fuerza política que es capaz de defender todas las causas del mundo, por lejanas que sean, menos la propia, la catalana. Por eso, ahora que vuelve a salir a dar la cara en nombre del partido con el único propósito de promoverse, es habitual verla envuelta con el pañuelo palestino, la kufiya que popularizó Yasser Arafat, el líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), antes que luciendo la bandera catalana.

Todo esto es lo que representa hoy Ada Colau. Lo que no queda claro es que haya mercado para este producto, porque ahora todo el mundo ya sabe a qué atenerse y no engaña a nadie. Y, en todo caso, quien se vuelva a sentir engañado será realmente porque se habrá vuelto a dejar engañar.