He visto pasar las noticias, los vídeos y las fotografías del funeral de Charlie Kirk con incomodidad. Para los que no estéis al tanto, la ceremonia fue un espectáculo que mezclaba política y religión indistintamente. La esposa católica de Charlie Kirk, Erika Kirk, que días antes había blandido un rosario a las multitudes en señal de agradecimiento, salió a hablar rodeada de pirotecnia, en un ambiente que parecía más de mitin electoral que otra cosa. En estos últimos días, también han circulado noticias de que en los días previos a su asesinato, Charlie Kirk asistía a misa católica, aunque él procedía de tradición protestante. Cuento todo esto porque es el esquema previo necesario para entender el panorama mundial del cristianismo. Y para entender por qué —aunque no sé si solamente— sobre todo la Iglesia católica tiene las herramientas para hacer de resistencia a los cantos de sirena de un movimiento reaccionario global, a veces más sociocultural que teológico.
Me parece que mi incomodidad con la ceremonia del funeral de Charlie Kirk no nacía solo de que católicos públicos —había algún obispo entre el público— pudieran sentirse cómodos con esa exhibición propia de las macroiglesias más chaladas de Texas, sino también porque católicos de mi entorno, que viven a miles de kilómetros de ahí, lo han compartido en sus redes sociales como si las tensiones sociales estadounidenses explicaran de una forma calcada y exacta las tensiones que ellos, como católicos, viven hoy en Catalunya o en el Estado español. Todo esto me ha hecho pensar en un artículo que Josep Lluís Carod-Rovira publicó en el Nació Digital, hará unos dos años, titulado "Ultraevangelicalisme", en el que hablaba del razonamiento religioso que había detrás del reaccionarismo y totalitarismo proveniente de todo el continente americano, no solo de Estados Unidos. De hecho, estos días ha sido bastante comentado un vídeo de una comunidad de latinoamericanos en la Devesa de Girona que parece encajar bastante con el tipo de culto del que habla Carod-Rovira en el artículo. Explica que el relato, con respecto a Estados Unidos, funciona así: "en Estados Unidos, pues, existe una nación cristiana en peligro, la nación auténtica, integrada por los buenos estadounidenses, los de verdad, es decir, volvemos al tópico supremacista y racista de los wasp: white, anglosaxon, protestant (blanco, anglosajón, protestante), como si Martin Luther King, por caso, no fuera estadounidense y perteneciera en otro planeta". En realidad, es lo mismo que hace la extrema derecha aquí cuando sus militantes se identifican como cristianos —sin haber pisado nunca una misa, muchos de ellos— para poder dibujar bien los bandos de la batalla que quieren librar contra los moros.
Si el mundo naufraga, me parece más esperanzador y provechoso aspirar a ser el bote salvavidas que entregarse al léxico belicista que convierte a la Iglesia en la muleta de la política
En Catalunya vamos retrasados identificando este tipo de cosas, porque el poso del nacionalcatolicismo franquista ha hecho que la identificación entre protestantismo y progresismo sea indiscernible en la cabeza de muchos catalanes. Y porque el reaccionarismo, para construir la alteridad sobre la que orbita, siempre apunta al fundamentalismo islamista en primer lugar. Pero en el resto del mundo, existe una parte importante del protestantismo que, sin estructura unificada y sin la tradición y la robustez de la jerarquía católica, se está poniendo al servicio de este movimiento sociocultural que va más allá de la teología. Sigue Carod-Rovira en su columna de 2023: "En Brasil, a su vez, los seguidores del 'protestante' Bolsonaro enarbolan banderas del país con las inscripciones 'Brasil por encima de todo' y 'Dios por encima de todo', haciendo talmente una nueva religión con el expresidente ultrarreaccionario como 'profeta'".
La Iglesia católica corre el riesgo de abandonarse a los cantos de sirena. Es un "riesgo" porque la abstracción teológica detrás de este movimiento sociocultural es superficial, banal y eminentemente política, y obligaría a la institución a desnaturalizarse para encajar, que es lo que lleva dos mil años evitando. Y cuando me refiero a la Iglesia, no me refiero solo a quienes tienen algún tipo de poder decisorio sobre la doctrina o la manera como la Iglesia se explica en el mundo. También me refiero a los que formamos parte de la Iglesia porque estamos bautizados y nos sentimos parte de ella. Esto me hace pensar J.D. Vance, el vicepresidente católico de Estados Unidos, que tuvo que ser corregido por el papa Francisco sobre su interpretación del Ordo Amoris de san Agustín. Pero en todas partes hay católicos que piensan que con la oleada reaccionaria ha llegado su momento, y que su espiritualidad no tiene que ser nada más que el fundamento inmaterial sólido que permita justificar una serie de políticas materiales. En nuestro país, me parece que este sentimiento encuentra la lógica en el rebote social contra el catolicismo que hubo durante y después de la dictadura franquista por el papel que había jugado la Iglesia, por la secularización del país y por la anomalía que durante años supuso ser una especie de católico concreto. Una parte del país no reconocerá los motivos, pero hay católicos catalanes que han tenido que bregar personalmente con el rechazo que en sus entornos próximos ha generado el hecho de serlo. O conversos que se han convertido luchando contra la idea del rechazo. Y eso ha incubado el resentimiento que hace atractivo el movimiento reaccionario que hoy les promete ser ganadores de algo.
Las promesas y las ideologías del mundo se las lleva el tiempo. Solo hay una promesa de cumplimiento perpetuo y no es ideológica: es espiritual. Cuando oigo a cristianos —sobre todo, católicos— con la pretendida "batalla cultural" siempre en los labios, me pregunto por qué la prioridad es la "cultura". Y por qué es una "batalla". En cualquier caso, si el mundo naufraga, me parece que es más esperanzador y provechoso aspirar a ser el bote salvavidas que entregarse al léxico belicista que convierte a la Iglesia en la muleta de la política. Hay una tradición, y una liturgia, y una doctrina, y una jerarquía, y una universalidad, que pueden impedir que esto sea así. Que pueden impedir, vaya, que nuestro rito religioso sea un mitin de partido con pirotecnia. De nuevo, esto, en Catalunya, cuesta de explicar, porque el recuerdo del totalitarismo reciente es nacionalcatólico. De hecho, que lo fuera es lo que hace que hoy muchos se nieguen a denominarlo fascista sobre la teoría. Pero el hecho es que lo que hace de la Iglesia una institución refractaria al cambio por el cambio, lo que hace que a algunos les parezca una cosa lenta y pesada, es lo que la puede salvar de seguir los cantos de sirena del mundo de hoy. Me parece que a algunos católicos con sed de renacimiento les iría bien pensar dos veces cuáles son los objetivos y las consecuencias de la oleada que alegremente quieren surfear.