Hay un tipo de catalán que siempre se la coge con papel de fumar. La lengua catalana es tan rica en expresiones y matices como cualquier otra y “cogérsela” con papel de fumar es una muestra de ello suficientemente reveladora, si se me permite el inciso. El hecho es que existe un perfil de catalán —que a veces, incluso, se hace llamar nacionalista— que siempre está listo para centrar un debate sobre la catalanofobia estructural, o sobre la liberación nacional del país, o sobre la diglosia y la minorización de la lengua, en la forma en que se está enfocando el debate en cuestión, y no en el fondo de su contenido. Es una manera —posiblemente, una de tantas estrategias de indefensión aprendida de la catalanidad— de convertir una polémica en la que la estrategia asimiladora de la castellanoespañolidad se hace evidente en un debate sobre buen o mal comportamiento. Hay catalanes que se la cogen con papel de fumar porque, entendiendo las consecuencias de encarar frontalmente la catalanofobia, por ejemplo, deciden sobrevolar el asunto y solucionarlo desde un trasfondo impregnado de moral: ¿cómo está bien y cómo no está bien responder a ello?
Este es el plan de ideas desde el que esperan no ponerse en problemas, ni tener que afrontar ningún conflicto, porque les permite compatibilizar argumentos como “hay que defender la lengua” –sin tener que decir de quién, ni de qué, ni cómo, exactamente– con “pero quizás poner pegatinas en el cartel de una heladería ha sido demasiado violento”. Sin tapujos y sin escrúpulos, validando el sentido de violencia que favorece la condena de cualquier gesto o actitud defensiva o proactiva que puedan tener los catalanes. No es una nueva pose: es una manera de simular que se enfrenta la agresión en cuestión sin tener que enfrentarse a ella hasta las últimas consecuencias. Es el “ni un papel en el suelo” del procés. Es un Nimbyismo que muy a menudo se hace llamar nacionalista catalán, pero que siempre está listo para desacreditar al nacionalismo catalán con un “sí, pero así, no” blandito. Buscando el equilibrio entre una cosa y la otra, su voluntad de sobrevolar el conflicto acaba por reforzar las estructuras de poder que justifican y aceleran la españolización del país.
El espanyolismo político y estructural se ha servido de la obsesión de convertirse en seres sin mácula de los catalanes para ponernos el dedo en la llaga
Esta pose es el modo en que el nacionalismo catalán acobardado y estrujado por siglos de represión política ha encontrado para no tener que enfrentarse al conflicto nacional: si la conversación del país gira en torno a la manera como hay que enfrentar o no enfrentar el conflicto nacional, la conversación gira sobre nosotros mismos. Nos ponemos el objetivo sobre nosotros mismos. El enemigo a batir, pues, somos nosotros mismos. O son aquellos que no siguen con virtuosa rectitud las normas de conducta que hacen aceptable la catalanidad. La línea entre esta equidistancia y la culpabilización de la catalanidad de manera total es muy fina, por eso los espanyolistas pueden pasearse en ella con tanta naturalidad sin hacer equilibrios. Por eso, de hecho, el españolismo político y estructural se ha servido —en el caso de la heladería de Gràcia, pero también históricamente— de la obsesión de convertirse en seres sin mácula de los catalanes para ponernos el dedo en la llaga. Para poner unas pegatinas a la altura de la discriminación histórica y sistémica que sufrimos los catalanes en nuestra tierra por el hecho de ser catalanes.
No es casualidad que los partidos espanyolistas basen siempre su estrategia política en la sobredimensión y condena de una respuesta catalana a sus agresiones que, en realidad, nunca es tan severa. El catalán que se la coge con papel de fumar, sin embargo, está tan dispuesto a pedir disculpas que valida este marco sin pensar en las consecuencias que para su catalanidad esto puede comportar. La criminalización y ridiculización constante de las que el españolismo se sirve para sacar adelante su proyecto asimilador cuenta con cómplices: todos aquellos que por ánimo de hacer “bien” las cosas —en un tablero en el que lo que está “bien” y lo que no lo está no lo hemos delimitado nosotros— están dispuestos a afianzar los argumentos del españolismo. De hecho, en el caso de la heladería argentina de Gràcia, la pareja de la víctima en cuestión explicó el viernes a RAC1 que "él quizá no lo habría hecho", refiriéndose a la respuesta ciudadana, siendo la pareja de una mujer a la que abuchearon delante de sus hijos por pedir un helado de fresa.
La razia catalanófoba que nos toca vivir es un gran escenario para constatar cómo se confrontan la indefensión aprendida de una parte de los catalanes con el instinto defensivo de otra parte. Cómo se confrontan la parte de catalanes que ante una evidente agresión catalanófoba se la coge con papel de fumar y la parte de catalanes que día tras día hace un esfuerzo para descolonizar la mente y vencer la tentación de ignorar el conflicto. Pese a lo que la izquierda que reconoce todas las discriminaciones del mundo excepto la que sufrimos nosotros nos pueda recriminar, los catalanes somos, hijos, y nietos y bisnietos de muchas violencias. Somos, consciente o inconscientemente, producto de toda la represión que las generaciones que nos han precedido han soportado. La respuesta lógica para evitar la represalia es la de la tibieza, la de la equidistancia y la de ponerse más suave que un guante, incluso cuando uno reconoce el conflicto. Pero de esta tibieza bebe un españolismo cada vez más fuerte y desacomplejado y que, desengañémonos, sabe que nos tiene dominados. Al catalán que se la coge con papel de fumar hace falta poder mirarlo a los ojos y decirle que cada vez que encaja las discriminaciones y el conflicto con el relativismo de pacotilla que cree que lo salvará, en realidad, se condena.