Cuando ayer supe que la oficialidad del catalán, el vasco y el gallego no formará parte del orden del día en el Consejo de la Unión Europea del próximo jueves 30, lo primero que me vino en la cabeza fue que hace un mes, viajando precisamente de Bruselas a Luxemburgo a bordo de un tren de alta velocidad, un señor muy enfadado me riñó por hablar. No lo hizo porque lo hiciera en catalán, evidentemente, pero da igual. Era después de comer y nos había tocado, sin haberlo pedido, el vagón del silencio, como un capricho del destino que se acabó convirtiendo en un castigo. Dicen que en estos vagones tiene que reinar un silencio monástico, casi tan puro como el del claustro de Poblet, pero confieso que solo sentarme le susurré cuatro tonterías a mi compañero de trabajo.

No hacía ni medio minuto que el tren se había puesto en marcha y nosotros ya hablábamos como dos niños en la litera de una habitación de colonias, pero de repente, apareció uno de estos hombres caucásicos a quien la piel les coge color de marisco cuando vienen de vacaciones a la Costa Brava y nos riñó enérgicamente con un tono de voz, eso sí, de capilla ardiente en el tanatorio. "C'est le wagon du train du silence, s'il vous plaît!", nos recordó. Dicho así y en francés, la advertencia tenía un no sé qué literario, no os lo negaré, a medio camino entre Amélie y el realismo mágico evolucionado a la manera de Cortázar. Inmediatamente, pensé que me iría de maravilla aquel silencio impuesto para redactar mi columna del jueves en el periódico, ya que escribir en un TGV mientras por la ventana van pasando paisajes de la vieja Europa siempre me ha parecido un tópico literario.

"Jo vinc d'un silenci antic i molt llarg", empecé a teclear en el primer párrafo, confiado en darme asco a mí mismo y emular todos los tópicos de alguien que pretende escribir dentro de un tren: morderme las uñas delante de la pantalla blanca, mirada perdida hacia la ventana e incluso la posibilidad de ir al vagón-cafetería para pedir un whisky solo, al estilo de Valentí Puig. Como soy más de coñac, sin embargo, me limité a cumplir con todo el resto del protocolo del escritor ferroviario latino a rajatabla, con la camisa abierta al segundo botón, americana desganada, cabellos despeinados y mirada de "estoy muy concentrado, soy escritor y el paisaje del Benelux me hace sentir el Claudio Magris que no soy" a la chica del asiento de al lado, que hacía cosas con Excel. Mientras escribía, la paz era casi absoluta, ciertamente.

En el vagón del silencio solo se oía el sonido de las teclas, hasta que de repente un ruido rotundo, como una mascletà biológica, lo rompió todo: era el hombre que nos había reñido, roncando como si fuera un borracho de taberna irlandesa durmiendo la mona. Los ronquidos eran de los graves y guturales, no de aquellos que planean como el ala fina de un pájaro. Más que un ave, de hecho, pensé en un tractor, en una siderúrgica de acero o en la sierra de un médico del ejército napoleónico amputando la pierna de un soldado en plena batalla de Waterloo. Sentado dos asientos delante de mí, aquel hombre incitaba a la guerra, mientras rompía la paz del vagón y fuera, tras la ventana, hectáreas de espesura convertían el paisaje de Valonia en un fondo de pantalla de Windows prácticamente perfecto.

La paz es siempre una apariencia, sin embargo. Los ronquidos del hombre aparentemente limpio y noble, culto, rico, libre, desvelado y feliz, me rompieron el ritmo y entraron dentro de mi artículo de tal forma que empecé a escribirlo con frases breves. Cortas. Así. Con puntos. Como aquellos artículos de Bibiana Ballbé en el Ara que parecían tener la sintaxis de un tartamudo y la melodía de una máquina percutora. Pasado Rochefort-Jemelle, con el artículo acabado y enviado, me levanté a tomar un café dando por finalizada mi actuación como Manuel Jabois de Hacendado, pero al volver a mi asiento vi que el señor que me había reñido como una profesora de parvulario y que con sus ronquidos se había pasado el silencio por las gónadas, por fin, dejaba de perforarnos los oídos a todos y se despertaba.

Abrió los ojos poco a poco, como un conejo acabado de nacer y aun con legañas cubiertas de placenta, y justo antes de pasar por su lado, ligeramente rabioso por el privilegio desigual de algunos al silencio, confieso que cumplí con uno de los sacramentos más importantes del escultismo catalán con el cual me he educado: buscar una canción de Els Pets en Spotify, darle al 'play' en "Bon dia" y sentir como la vieja Montserrat, en el corazón mismo de Europa, sonaba al oído de aquel buen hombre rompiendo el silencio del vagón y dando a conocer a todos a sus viajeros, así, como una perfomance reivindicativa llena de improvisación, que existe una lengua milenaria con diez millones de hablantes sin derechos, sin estatus jurídico y cansada de vivir en el vagón del silencio de las lenguas de Europa, porque aunque el señor dormilón con ronquidos de hipopótamo quizás no lo entenderá nunca, privarnos de hablar con normalidad nuestra lengua, en definitiva, es como pedirnos que no hablemos.