Hace dos semanas, en el artículo "Ochenta miradas (1)", empecé el examen del compendio de artículos Catalanisme 80 mirades (i +), publicado por la fundación Portes Obertes, con un análisis de dos de los problemas que el "terceraviismo" deja sin resolver: (1) la falta de autocrítica sobre el papel, determinante, que jugó y juega en la generación de la crisis política catalana actual; (2) y la apropiación, incorrecta, que hace del concepto de catalanismo. Hoy analizo el tercero: la relación entre catalanismo contemporáneo y modernización de España.

Es indudable que el catalanismo (de derechas y de izquierdas, de la Lliga al PSUC) se hizo suyo el objetivo de modernizar el estado y la economía españoles durante el siglo veinte. De hecho, mucho antes de que la generación de 1901 articulara aquel movimiento político, los catalanes del siglo diecinueve ya habían alzado la misma bandera (con todas las variaciones que se podían imaginar personajes tan diversos como Balmes, Prim o Pi i Margall) en el combate político peninsular. Sin embargo, insistir hoy en día (como hacen varias voces en el volumen Catalanisme 80 mirades) en entender el catalanismo como herramienta de modernización de España, sólo alimenta un diagnóstico equivocado que, al distorsionar la realidad económica y política de las últimas décadas, deja sin brújula el catalanismo que dicen querer reavivar.

Como ya explicó Alexander Gerschenkron, historiador económico en Harvard, en un conjunto de ensayos recogidos en el volumen Economic backwardness in historical perspective (1962), el éxito de la revolución industrial inglesa espoleó a Alemania, primero, y Rusia, después, a componer una política financiera e industrial para alcanzar a Inglaterra y neutralizar su emergencia como poder imperial. Faltos, sin embargo, de la red productiva que había generado espontáneamente la revolución industrial en Gran Bretaña, aquellos países (especialmente Rusia) tuvieron que apoyar su política de modernización sobre la acción explícita del estado como agente activo en el proceso de acumulación e inversión de capital ―mediante la formación de un sector con grandes bancos y de empresas nacionales con capacidad para dinamizar la economía nacional y para incidir en los mercados internacionales―. De hecho, como indicó Gerschenkron, cuanto menos desarrollada la economía, más peso tuvo el estado (y sus élites burocráticas) a la hora de generar y dirigir la economía, el mundo financiero y una industria incipiente.

El reto político que planteó el catalanismo moderado e intervencionista desató una crisis constitucional y de legitimidad que sigue abierta

En una escala menor, esta también fue la historia de la economía española del siglo veinte. Gaziel, este autor tan amado entre los terceraviistas, escribió en sus memorias que el Madrid del año 1908, donde llegó para obtener su título de doctor, "era un pueblo grande" con "un palacio enorme y medio vacío ... unos cuantos palacios de la aristocracia más rancia ... un número excesivo de funcionarios públicos ... y una gran masa de pueblo fino, calmoso, pintoresco y pobre como una rata". Cuando aquella letargia económica y política tuvo que confrontarse al reto político del catalanismo camboniano (que pretendía hacer de Bismarck y de (pequeño) Bolívar al mismo tiempo, interviniendo en el Gobierno con carteras ministeriales y "autonomizando" Catalunya), las élites estatales decidieron contraatacar para mantener el control político de España y reconstituir lo que había acabado convirtiéndose, para utilizar los términos orteguianos de aquel momento, en una realidad invertebrada. El contraataque fue directamente policial ―la represión de Primo de Rivera― pero también "económico". Como ministro de Hacienda de Primo de Rivera, y a pesar de su filiación política con el conservadurismo maurista, Calvo Sotelo rompió con la política tradicionalmente mezquina y abstencionista de la derecha española en materia económica: nacionalizó el sector de petróleos en la empresa Campsa, creó las bases de un sistema de bancos públicos, y promovió un plan estatal de inversiones en infraestructuras. A pesar de los titubeos y timidez iniciales, el espíritu que animaba aquella estrategia era evidente (y paralela a las experiencias de otros estados de la periferia europea): utilizar el estado para crecer y, al mismo tiempo, para recuperar la iniciativa ante la amenaza que presentaba un modelo económico y unos estamentos sociales mucho más dinámicos.

La República, gobernada por tertulianos de café decimonónico, y la Guerra Civil congelaron el proyecto de Calvo Sotelo. El régimen franquista, sin embargo, lo recuperó y expandió con la creación del INI, el reforzamiento de la relación entre banca y élites estatales, y la intensificación de los planes de infraestructuras radiales (y de los famosos "pantanos" que tenían que convertir España en un inmenso vergel). Aunque la Italia de Mussolini inspiró el calvosotelismo y el franquismo, el estatismo no fue privativo de los regímenes fascistas. Después de la Segunda Guerra Mundial, Francia apostó por un sistema de planificación indicativa y una política industrial centralizadora y de creación de los llamados "campeones nacionales" con el fin de convergir económicamente con su enemigo secular, Alemania. Una política, por cierto, que, como demostraron Michael Piore y Charles Sabel, acabó debilitando el tejido industrial, poco intensivo en capital para el gusto de los enarcas de París, del área de Lyon.

La modernización llegó a toda España en los años sesenta, de la mano del Fondo Monetario Internacional y su plan de estabilización en conjunción con el dinamismo (hasta aquel momento bastante tocado por la autarquía de la posguerra) de las viejas regiones industriales (Catalunya y Euskadi). Ahora bien, a la muerte de Franco, la geografía económica española había adquirido una estructura diferente a la de principios de siglo, con un Madrid capaz de competir por peso demográfico y económico con las "regiones" del norte y del nordeste. Mucho antes, el año 1957, Gaziel ya había avistado aquel cambio constando que "de las capitales [del mundo] que yo conozco un poco ―y he vivido o estado en algunas docenas― ... Madrid es, para mí, la que ha experimentado un cambio más radical en los últimos cincuenta años".

Hablar de "modernización" peninsular no tiene ningún fundamento; es una apelación vacía a unas glorias que, al fin y al cabo, no existieron nunca

Con aquella transformación, el sueño histórico de Catalunya como agente modernizador se quedó en eso: en un sueño que tenía que acabar enturbiando los cálculos estratégicos del catalanismo (a partir de los años setenta dominado, intelectualmente y políticamente, por el socialismo catalán). La apelación a la idea del catalanismo modernizador de España sirvió para moderar los impulsos rupturistas de la periferia durante la transición democrática y para legitimar el pacto constitucional. Aquella idea, sin embargo, sólo era un mito, el caparazón muerto de una estrategia política que no se había puesto al día ante los cambios peninsulares de las últimas décadas. España ya era moderna ―aunque instalada en una modernidad que el viejo catalanismo, bien creído que la industrialización y el desarrollo siempre vienen de abajo (de los artesanos e ingenieros convertidos en autónomos y empresarios), no se había podido ni imaginar―.

A la llegada del siglo veintiuno, cuando los defensores directos del catalanismo intervencionista se dieron cuenta de que el programa modernizador no llevaba a ningún sitio, la respuesta (de la mano de Pasqual Maragall) fue proponer un pacto federal (o, más bien, un pacto de bicapitalidad) para tratar de domesticar a la potencia política y económica de un Madrid que se negaba a compartir poder real. Naturalmente, la propuesta (casi unilateral y con el apoyo débil de un presidente socialista llegado a la Moncloa por la oleada del 11-M) fracasó: si la metrópolis había surgido como respuesta a un reto periférico secular, nada podía hacer pensar que el aparato del estado central se avendría fácilmente a pactar una nueva estructura política más equilibrada.

El reto político que planteó el catalanismo moderado e intervencionista desató una crisis constitucional y de legitimidad que sigue abierta. En cualquier caso, hablar de "modernización" peninsular no tiene ningún fundamento. Es una apelación vacía a unas glorias que, al fin y al cabo, no existieron nunca. De la misma manera, proponer un supuesto esquema federal tampoco parece tener mucha viabilidad: la sentencia del 2010 dejó este cartucho completamente inservible. Por eso, el terceraviismo me sigue pareciendo, en su conjunto, una realidad inexistente que lo único que consigue es hacer perder fuerza y tiempo al catalanismo contemporáneo.