Con independencia del propósito último del referéndum (pulso simbólico, herramienta estratégica o instrumento de liberación final), su ejecución era arriesgada. La consulta del 9-N se había convertido en una espada de doble filo: había demostrado la capacidad de auto-organización del soberanismo, dejando tocada la reputación del gobierno español (particularmente en relación a sus seguidores más radicales); sin embargo, al mismo tiempo, acabaría forzando el independentismo a enfatizar que el 1-O no era un nuevo 9-N y que, esta vez, la consulta iba de verdad. Por eso mismo, con el fin de convencer los sectores "unilateralistas" (CUP y un sector de Junts pel Sí) que el masisme no manipularía el referéndum y con el fin de obligar a Madrid a sentarse a negociar, los diputados soberanistas aprobaron dos leyes (la del referéndum y la de la transitoriedad jurídica) que, en principio, los ataba de pies y manos con la independencia.
El Estado optó por la interpretación más radical del paso dado por el Parlament. En vez de aceptar el 1-O como un mero ejercicio del derecho de expresión y, simultáneamente, deslegitimar su validez, Madrid abrazó la interpretación unilateralista del referéndum como el referéndum y definió el 1-O como un atentado directo a la unidad de España, prometiendo, repetidas veces, que actuaría en consecuencia. Al principio, la retórica y la acción estatales fueron desacompasadas: el gobierno Rajoy descartó tramitar el 155 en respuesta a la aprobación de las dos leyes (a pesar de las protestas de un sector del PP y aliados) y no se produjo ningún tipo de intervención judicial y policial explícita hasta mediados de septiembre. Sin embargo, la falta de resultados operativos (de localización del material del referéndum, etc.) forzaron al Estado a desencadenar las detenciones del 20 de septiembre (y a empujar a determinados grupos empresariales a cambiar sus sedes sociales con maniobras que algún diario tendría que explicar con más detalle). La contrarrespuesta (pacífica) ciudadana el mismo jueves día 20 probablemente hizo retroceder al Estado. (El 1-O se produjo la misma pauta de comportamiento: acción estatal, respuesta ciudadana, desescalamiento.) En cualquier caso, ante la apertura de colegios electorales, el Estado escogió la represión policial directa: dura y, al mismo tiempo, focalizada en ciertos momentos y lugares. Y aquella violencia (combinada con la participación de 2,3 millones de ciudadanos) convirtió el 1-O en una victoria (amarga por los heridos que dejó) de difícil administración.
Sin violencia policial y con una participación sensiblemente superior, la declaración de independencia se habría producido sin muchos traumatismos. La inacción policial ya habría señalado que el Estado se encontraba en retirada. La gran mayoría de los catalanes (incluidos los no y, sobre todo, los indiferentes) habrían aceptado el veredicto de las urnas. Y las dos partes habrían empezado algún proceso de negociación sobre la secesión.
Con la participación que tuvimos, no muy alejada de la del 9-N, pero sin violencia policial, el 1-O se habría convertido en otro 9-N. La Generalitat no habría podido hacer mucha cosa más que convocar elecciones y el Estado habría simplemente acelerado la estrategia de procesos judiciales y multas individualizadas. (Hago un inciso. Hasta mediados de septiembre, menos del 50 por ciento de la población decía que participaría en el 1-O de acuerdo con las encuestas o "tracking polls" que se suelen hacer regularmente (a veces diariamente) sobre participación. Después de las primeras intervenciones policiales, de registros, intervención de correspondencia, la intención de participación se disparó hacia el 60 por ciento. Evidentemente, no sabemos si esta intención era firme o simplemente una forma de expresar el rechazo ciudadano hacia el Estado.)
En vez de aceptar el 1-O como mero ejercicio del derecho de expresión y, simultáneamente, deslegitimar su validez, Madrid abrazó la interpretación unilateralista del referéndum como el referéndum y definió el 1-O como un atentado directo a la unidad de España
Por el contrario, la combinación de represión policial y una participación media generó lo que en la cultura americana se conoce como una "tormenta política perfecta". Por una parte, la violencia, que el Estado necesitaba para demostrar su voluntad de mantener la unidad de España, legitimó el referéndum y creó una oleada de simpatía por todas partes. Sobre todo fuera (salvo España, donde el sentimiento más favorable no pasó de sentir mucha vergüenza). El día 3 de octubre, mientras desayunábamos juntos en la Rambla, un viejo amigo mío extranjero comparó la reacción mundial hacia el 1-O catalán con la que se produjo los primeros días después del 11-S norteamericano. También predijo que aquella oleada se iría apaciguando con los días.
Aquí, la resistencia pacífica en las urnas (y dentro de la resistencia incluyo todo el proceso de convivencia cívica que experimentamos muchísimos en torno a los colegios electorales) desbordó el cálculo del referéndum como una-gran-manifestación-para-forzar-una-negociación, debilitando a los partidarios. No era nada fácil dirigirse a los ciudadanos para explicarles que todo había sido una especie de "teatro" que acabaría en unas nuevas elecciones. Primero, porque había habido heridos. Segundo, porque ya habíamos tenido un 9-N, sin que hubiera tenido ninguna consecuencia política real. Reconvertir el 1-O en un 9-N bis era matar la confianza de la población e implicaba destruir la credibilidad del envite planteado al Estado para que este accediera a sentarse en la mesa de negociación.
Por otra parte, la participación, no muy lejana del 9-N, no parecía (para una parte del estado mayor tras del referéndum) lo bastante sólida para impulsar la república sin encontrar resistencias importantes a la hora de desplegarla —por parte del Estado y dentro del país—.
La combinación de violencia policial y participación media explica, más allá de las posibles incompetencias de gestión (presentes por todas partes, empezando, sobre todo, por el Estado español), las dudas y las idas y venidas del Govern entre el 1-O y el 27-O. La misma noche del 1-O, la celebración oficial de los resultados se hizo con sordina, utilizando con una declaración pública ambigua, con palabras medidas que satisfacían (al menos momentáneamente) todos los sectores que habían convenido hacer la consulta. Sin embargo, la indignación popular generalizada y la huelga y manifestaciones del 3-O giraron la tortilla hasta imponer el relato del referéndum-como-referéndum. Quizás aquel estado de ánimos habría podido ser aprovechado para salir finalmente de la jaula. Eso, sin embargo, no lo sabremos nunca.
La combinación de violencia policial y participación media explica, más allá de las posibles incompetencias de gestión, las dudas y las idas y venidas del Govern entre el 1-O y el 27-O
El Govern decidió dilatar el tiempo de reacción. Los plazos, bastante estrictos, previstos en las leyes aprobadas antes del 1-O no se cumplieron. Como ya he subrayado antes, había dudas (más de naturaleza psicológica que sobre la preparación material en sí) sobre la capacidad de tomar el control. Pero había, sobre todo, la esperanza (ingenua) de que el golpe de fuerza de poner a 2,3 millones de personas a votar en paz acabaría por romper el frente constitucionalista español. Presionado por la opinión pública soberanista y por la necesidad estratégica de empujar el Estado español a mover pieza, el 10-O el president de la Generalitat hizo y suspendió al mismo tiempo una declaración de independencia puramente verbal. El método, que incluyó una "ratificación" con la firma de los diputados soberanistas, fuera de la cámara y sin ningún valor legal, resultó incomprensible ante la mayoría de la población. Entiendo que lo que intentaba, con poca maña, era reforzar, de cara a Europa, el discurso de la vía catalana como vía pacífica y democrática. Y conminar al Estado a dialogar. Eso último no tuvo ningún éxito.
La dilación a la hora de tomar alguna decisión (independencia, elecciones o declaración directa con suspensión temporal) acentuó la magnitud del problema (real o imaginario) de la capacidad de controlar el país. Durante aquellos días de espera, apareció una nueva variable: las manifestaciones unionistas, relativamente importantes a pesar que hinchadas por los organizadores y medios afines; y, por encima de todo, la violencia, nada reprimida institucionalmente, del ultranacionalismo español, primero en las mismas manifestaciones y después en forma de incidentes aislados pero bastante virulentos.
Todo el debate sobre las razones que llevaron a no defender la proclamación se ha centrado en la posible reacción, coercitiva y violenta, del Estado español. A pesar de las protestas de inocencia del unionismo, la probabilidad de represión a gran escala no era descartable. Se produjo el 1-O y el gobierno español hizo referencia de forma más o menos explícita. Sin embargo, la violencia de un Estado tiene muchas formas. Algunas, directas: las que se derivarían de la aplicación del artículo 116 de la constitución, por ejemplo. Otras, indirectas: llevadas a cabo por individuos o grupúsculos "incontrolados", actuando impunemente y buscando generar una espiral de acción y reacción. La acción directa del Estado puede ser durísima pero es frontal. Un hombre solo no puede parar una hilera de tanques en Tiananmén. Pero una multitud de personas puede pararlos. Actuando de manera tan explícita, el Estado represor aparece como el enemigo de la sociedad y, en aquel rol, puede acabar de cohesionarla todavía más. Eso y la existencia de una cierta transparencia informativa pueden hundir la violencia institucional si esta sólo encuentra resistencia pacífica. En cambio, las formas indirectas de violencia (recordamos la amenaza en forma de oráculo délfico del expresidente —este, sí, expresidente— Aznar, cuando dijo que los catalanes nos dividiríamos y combatiríamos entre nosotros antes de ser independientes) son las más peligrosas. La violencia no estatal, practicada de manera atomizada y casi anónima, tiene forma de cáncer, sobre todo cuando la policía no hace el esfuerzo por pararla.
El cálculo, equivocado o no, de la posibilidad de la violencia pesó en el desenlace del 27-O. Un cálculo consciente con respecto a la violencia estatal, como ya han dicho públicamente varios líderes de aquel momento. Pero también un cálculo inconsciente con respecto a la posibilidad de violencia individual —practicada, unilateralmente, por una minoría de nacionalistas españoles, pero capaz de romper la imagen de Catalunya como sociedad pacífica—.
Dar garantías por parte de España habría sido equivalente a reconocer la posición de igualdad y la legitimidad del Govern de Catalunya
Una vez el Govern fue retrasando la declaración de independencia y con la maquinaria para votar el 155 en marcha, sólo quedaba la opción de convocatoria de nuevas elecciones. Eso rompía con los compromisos adquiridos mediante la votación de la Ley de Transitoriedad pero parecía ofrecer dos posibilidades a sus partidarios: mantener el control de la Generalitat; y hacer una jugada de marketing a la Tarradellas.
Mantener la Generalitat descansaba, en todo caso, sobre algún tipo de garantía que Madrid no intervendría con dureza (destituyendo al gobierno catalán) y que, incluso, archivaría la votación en el Senado prevista para el viernes, día 27. Aunque faltan por conocer bastantes piezas del rompecabezas, parece que el lehendakari Urkullu hizo de "mediador" (seguramente en el sentido más ligero de esta palabra, es decir, como mensajero) entre Madrid y Barcelona. Dejamos de lado que el gobierno vasco era parte directamente interesada en el conflicto y por lo tanto no podía actuar en ningún momento como árbitro (o incluso simple mensajero) neutral. Dar garantías por parte de España habría sido equivalente a reconocer la posición de igualdad y la legitimidad del gobierno de Catalunya. Como eso era imposible y como no tenía sentido garantizar nada a un gobierno que ya había decidido retroceder, las garantías no se produjeron en ningún momento (como han confirmado, a posteriori, los señores Millo y Rajoy).
Quedaba la última carta: el tarradellismo. El año 1977, Tarradellas viajó directamente a Madrid para entrevistarse con Adolfo Suárez. La entrevista, dicen, fue mal por los planteamientos "maximalistas" del president catalán y la tibiez del presidente español. Sin embargo, Tarradellas, una vez salió del despacho de Suárez, afirmó públicamente que la entrevista había sido un éxito por el restablecimiento de la Generalitat. Cuando lo oyó, Rodolfo Martín Villa, en aquel momento de Gobernación, le dijo a Suárez: “El viejo zorro nos ha ganado”. Puigdemont, opinan algunos columnistas, habría podido hacer lo mismo: convocar elecciones y, haciéndose amo del relato heroico y democrático del 1-O y superando la amenaza del 155, ganarlas.
Suponemos que la leyenda es real y que el comentario de Martín Villa se produjo. Y ahora, preguntémonos: ¿qué consiguió el president Tarradellas? La respuesta: nada. Su gesto no tuvo ningún peso significativo sobre la redacción de la Constitución (la oposición democrática catalana ya navegaba sola, con su imaginario federalista/soleturiano) ni evitó que, al cabo de poco tiempo, se aprobara la LOAPA. Si estamos donde estamos es porque, debido a la correlación de fuerzas del momento y debido a una izquierda hipnotizada por el simbolismo de aquellas declaraciones, no se llegó a crear el sistema de garantías necesario para la autonomía catalana. Yo me quedo con la anotación de Josep Pla a Fer-se totes les il·lusions possibles i altres notes disperses (Destino 2017) (sí, el mismo que escribió que España era un "embalse de mierda de unas proporciones generales fantásticas") en la salida de un encuentro con Tarradellas el año 1962: "Despido de Tarradellas en la estación de Narbona. Desagradable saturación política. ¡El tiempo que me ha hecho perder!" En cualquier caso, el tarradellismo no triunfó en Palau el día 26. Con la primera batalla ya perdida, el president de la Generalitat prefirió afirmar la soberanía de Catalunya. Sin embargo, completamente contrario a una posible escalada en el conflicto, la dejó como afirmación puramente simbólica.