Desde hace meses, la práctica totalidad de mis artículos se ha apuntalado en tres verdades del tipo cartesiano-freudiano (a saber, y disculpad la pedantería: claras, distintas y cuya revelación y aceptación siempre implica tanto dolor como liberación), ideas que hoy en día resultan incuestionables. Primero, y en lo que toca a lo que bautizamos como procés cap a la independència (¡con una nefasta analogía literaria!), que la actual élite independentista ha perdido la lucha contra España y que cualquier intento de cesión –disfrazado bajo ideas aparentemente benignas como diálogo, mesa bilateral, etc.– siempre ha acabado y se zanjará con los catalanes todavía más sometidos y humillados por el poder central. Segunda, que el Olimpo indepe ha perdido dicha pugna porque sus líderes, agentes en la sombra y estados mayores siempre se han guiado por los parámetros clásicos del catalanismo (el pujolista “tensar para luego negociar”, por encima de todo) y nunca tuvieron la más remota intención de aplicar el 1-O ni la posterior DUI. Y tercera, que el independentismo solo triunfará si los electores ejercen la catarsis, aceptan que no tiene sentido continuar confiando en gente que les ha tomado el pelo sistemáticamente y configuran a partir de ahora un nuevo espacio político en el que las hojas de ruta de los nuevos líderes puedan ser racionalmente auditadas.

Todo ello no es una suma de verdades que uno se disponga a regalar al pueblo lector como si fuese un profeta. Porque a mí también me engañaron: yo también pensé (¡y escribí!) que un simulacro político como el 9-N ayudaría a muscular al independentismo para fortalecerlo, yo también creí que eso del de la llei a la llei era una idea razonable que gustaría a los cónsules europeos y hasta llegué a soñar que existían algunos sectores de Convergència que renunciarían al sistema económico corrupto que los había engordado durante cuarenta años con tal de arriesgar su escuálida nómina por un más alto sentido de la libertad. Contrariamente a lo que marca la biblia de mi carácter mediterráneo, yo creí en muchos de los políticos que hoy están exiliados o en prisión. Pero no pasa nada por admitir que, de vez en cuando, los electores nos equivocamos y ponemos objetivos políticos de moral altísima en las manos erróneas. Yo también me caí del caballo, y poco importa cómo, y me la resuda cuándo, pero ahora ya resulta incuestionable que nunca podremos avanzar de la mano de unos líderes que no solo nos estafaron no aplicando el 1-O ni implementando la restitución del Govern legítimo, sino que ya admiten sotto voce haber vuelto al autonomismo de siempre, que no tienen idea alguna de cómo encarar el futuro del país, pero que mientras tanto, eso sí, se esfuerzan por conservar como sea su cargo y, por encima de cualquier otra cosa, su nómina.

De hecho, el tiempo tiene su importancia. Dos años antes del 1-O, una serie de opinadores introdujimos en el debate público la idea de impulsar un referéndum de autodeterminación (que muchos desprestigiaron llamándolo RUI) en un entorno político en el que el independentismo mayoritario se presentaba a las elecciones con un calendario que culminaba con una DUI en dieciocho meses. Pensábamos, y todavía lo pensamos, que el referéndum tenía mucho más poder efectivo porque vinculaba a los líderes del país directamente con el pueblo, evitando así la intermediación de los partidos políticos (y sus consiguientes miserias e intereses particulares), y también decíamos que el Estado no podía impedirlo ni con el uso de la violencia física. Contrariamente, la DUI podía posponerse sine die (como de hecho ya se insinuaba constantemente desde las filas de Junts pel Sí), se vehiculaba través de un Parlament autonómico que siempre había devenido súbdito de las decisiones de los tribunales europeos y contaría con una escasísima solidaridad internacional. Cuando la idea del referéndum ya volaba libre, recuerdo a la perfección cómo líderes convergentes que ahora se meten el 1-O en la boca a diario confesaban que hacerlo era imposible. También recuerdo, y es un tema menor, como a Enric Vila lo tachaban de loco, Álvaro insinuaba que Graupera lo veía todo muy facilito desde la cúspide de Princeton y a mí, como siempre, se limitaban a decirme que bebía y fumaba demasiado.

Nosotros confiábamos en que la presión popular acabaría desbordando la miseria autonomista de la política catalana. Porque esta era justamente la gracia del referéndum: la de ser un asunto del pueblo que ni el amedrentamiento de los políticos podía hacer fracasar, como así quería Jordi Sànchez (es decir, David Madí), que días antes de la votación ya vendía su moto particular afirmando que un millón de personas esperando para votar en colegios electorales clausurados ya sería una victoria. Fue en ese momento que mi fe ya no pudo mover ni un saco de arroz, porque se demostró, nuevamente y por enésima, no solo que los políticos indepes podían saltarse sus promesas, sino que para más inri lo hacían tras ver que el pueblo mostraba una tenacidad y un heroísmo que –¡sí, entonces sí!– pudo admirar todo el planeta. Esta era y es la misma oligarquía que continúa usando los anhelos del pueblo para limpiarse el culo. ¡Pero han pagado con la prisión y el exilio y tú solo escribes sin jugarte nada de nada!, responderá más de un lector si acaba leyendo todo el artículo. No, amigos, y esta es una de las últimas verdades freudianas que uno debe digerir: lejos de sacrificarse por la libertad del pueblo, han preferido pasar a la historia como mártires y acatar las leyes del enemigo para chantajearos el alma con tal de que creáis que la independencia no es posible.

Hace pocos días, charlando con un compañero convergente y una de ERC (los dos habían sido diputados), me sorprendió la tranquilidad de espíritu con la que aseguraban poder presentarse a las elecciones conservando la confianza de “sus” dos millones de electores, fueran las que fueran sus promesas y fueran los que fueran sus programas electorales. Esta forma de cinismo y de falta de compromiso es el principal cáncer de la política catalana. Si yo gasto tiempo para contrarrestarlo y desvelar la mentira no es porque crea que mis electores sean idiotas ni yo tenga la verdad absoluta, sino precisamente porque los considero inteligentes y me cabrea enormemente que los políticos sigan cagándose en la dignidad de la gente de esta forma. Porque sería óptimo no volver a vivir el engaño del 1-O, ni más estafas como la del 20-D, y sería igualmente oportuno que no continuemos engordando la panza de la farsa y la posterior frustración. Lo hago justamente porque confío en la sagacidad de la población y su capacidad para superar el miedo de sus líderes para jugar más fuerte que ellos. Todo ello, amigos lectores, lo puedo continuar haciendo porque sé de cierto que no sois idiotas y que tarde o temprano vais a reaccionar. Eso espero.