Hay que leer con mucho disfrute El colgajo de Philippe Lançon (publicado por Anagrama), y no sólo porque el periodista francés explica con una prosa muy efectiva y sin ningún tufo de sentimentalismo cómo salvó casi milagrosamente la vida en los atentados de Charlie Hebdo del 2015, sino porque esta especie de Bildungsroman del hombre revivido es un gran resumen de cómo la intelectualidad europea todavía cree que con un fuerte imaginario cultural (y ciertas dosis de buen humor) habrá suficiente para esquivar los tiros y la intolerancia del islamismo fascista. Aparte de describir el doloroso proceso quirúrgico a partir del cual le restauran la mandíbula, a Lançon se le ve mucho más interesado en reivindicarse como uno de aquellos ilustrados tot court que disfruta con el propio espíritu curioso y que para vivir tiene suficiente con releer por enésima vez cómo Marcel Proust nos explica la escena de la muerte de la abuela en su Recherche.

De hecho, si el libro del colaborador de Charlie Hebdo ha tenido tanto éxito en todos los países del continente es porque su historia reafirma el espíritu cultureta-republicano de los franceses que fundamentan el ser en unos referentes literarios y culturales comunes y en aquel europeísmo naive según el cual, le gustaba decir a Burke, ningún europeo puede ser exiliado si se encuentra en un rincón del continente. No es extraño que Lançon recuerde más de una vez que, minutos antes de que los idiotas que dicen hablar en nombre de Alá irrumpieran en la redacción de Charlie, él se encontraba discutiendo (y defendiendo) el libro Sumisión de Michel Houellebecq entre sus compañeros de mesa. No hay que ser un genio de la hermenéutica para ver que El colgajo es una respuesta nada disimulada a la hipótesis de su compatriota de imaginar una Francia gobernada cultural y políticamente por una formación islamista moderada.

También vale la pena volver al libro de Houellebecq, publicado en Francia en mayo del 2015, una habilísima fotografía de la vida de un profesor universitario experto en la literatura de Huysmans que vive una existencia tediosa con el único incentivo de follar con alumnos de vez en cuando y fundirse la paga con vinitos de calidad media, un tipo que acaba accediendo a convertirse al islam para continuar su carrera académica. La mayoría de críticos subsumieron la trama al juego habitual del escritor, a saber, el gusto por escarnecer la malquerida soledad de aquellos occidentales que, con la cartera medio llena y con la verga medio vaciada, ya tienen suficiente para ir tirando y que, con unos valores exhibidos con mucha pompa pero espumosos y vacíos como el champán restante de una bacanal, son el conejito de indias perfecto para una religión como el islam, capaz de darles incentivos como el enriquecimiento o la poligamia.

Pero Houellebecq es más astuto que la mayoría de hermeneutas, y si Sumisión resulta mucho más que la mayoría de ejercicios distópicos de los escritores (que con el confinamiento, dicho sea de paso, vivirán un revival que da bastante pereza...) no es porque se ensañe a gusto imaginando una Francia islamizada, sino porque ve como en un todo social altamente jerarquizado, donde la clase media ha desaparecido y el mundo se divide entre numerosos de obreros poco interesados en preocuparse por la política y élites culturales adineradas que se apoderan de los sentimientos nacionales de los países europeos, el islam puede llegar a tener muchos más incentivos que la tradicional filosofía socialdemócrata. Houellebecq dice a Lançon, en definitiva, que una identidad líquida basada en escuchar El Clavecín bien templado, leer Proust y echar un polvo cada sábado será un pack fácilmente comprable por los intolerantes.

Con muchas dosis de mala leche, que es como en casa nos aproximamos a los libros, podríamos decir que Lançon sólo puede defender su idea de Europa laica y tolerante gracias al hecho de que dos hijos de puta intentaran liquidarlo. Al fin y al cabo, y como él mismo explica, su existencia anterior tenía poco a comentar y Charlie Hebdo era una revista que ya no leía ni dios. Sólo la intervención del fascismo provocó que Europa hiciera aquello tan cursi y cínico de cantar Je suis Charlie mientras la mayoría de sus estados traficaban y todavía removían billetes con países donde rigen dictaduras de cariz islamista, como sabe perfectamente nuestro querido emérito. Houellebecq nos remueve porque acaba pintando un futuro donde una versión edulcorada del islam nos ahorraría esta doble moral de sentirnos especiales, aun manteniendo la independencia de nuestros instintos más básicos y una vida laboral lo bastante estable.

El lector quizás cree que charlo de un debate de altos vuelos sin ninguna aplicación práctica, porque Europa ya no es un lugar de supervivientes a la barbarie y ni mucho menos un continente que el islamismo pueda invadir, pero el diálogo de estos dos libros va más allá del hecho religioso. Porque cuando se discute, cómo pasó la semana pasada en nuestra tribu, sobre la idoneidad de ofrecer clases de religión islámica en la escuela pública (algo contrapuesto a la formación laica) se encontrará tarde o temprano con la cuestión de cuáles son los incentivos que se desprenden del republicanismo de siempre versus una versión de la religión aparentemente desinfectada de intolerancia. Mientras Lançon invoca la supervivencia de una tradición que todavía sobrevive, Houellebecq sonríe burlón esperando cuál será la conversión de los culturetas cuando la ética se les esfume en la propia complacencia.

Acercaos a los dos libros, y recreaos en la pregunta, porque en Catalunya hace diez años que hemos comprado una especie de religión que se ha demostrado fallida, y ahora pinta que viviremos un tiempo donde las conversiones más insospechadas formarán parte del común de ciudadanos y sobre todo de los políticos. El bichito de Wuhan expandido por todo el mundo, ya lo veréis, no será la única distopía que nos acompañará en el futuro.