Las contraposiciones duales suelen ser lingüísticamente inevitables, pero acostumbran a ser también analíticamente empobrecedoras. Actualmente, las etiquetas de “derechas” e “izquierdas” han perdido buena parte del atractivo que tenían poco tiempo atrás. No son inútiles, pero su significado resulta hoy más impreciso y confuso, especialmente más allá del ámbito socioeconómico. El gobierno chino de Xi Jinping, ¿es de derechas o de izquierdas? Sin embargo, las nociones de extrema derecha y extrema izquierda se mantienen más o menos claras. ¿Por qué la primera es hoy atractiva para muchos ciudadanos?

La antigua cohesión social europea de posguerra lleva décadas erosionándose. El giro neoliberal de los años noventa —basado en políticas de desregulación, retorno al mercado y privatizaciones aceleradas— ha acabado precipitando un empobrecimiento de las clases medias y populares, un aumento de las incertidumbres de futuro sobre todo en las generaciones jóvenes, y un conjunto de percepciones de identidades nacionales y culturales amenazadas.

La extrema derecha bebe de estos fenómenos recientes. Se trata de partidos y movimientos que sacan rendimiento de los miedos, las inseguridades y el malestar de los ámbitos internacional, socioeconómico, nacional o cultural. Las amenazas de la geopolítica y los cambios tecnológicos (redes sociales, inteligencia artificial, ciberataques, etc.) se yuxtaponen a las frustraciones por la falta de expectativas de buena parte de los ciudadanos.

La extrema derecha patrimonializa fácilmente estos miedos, inseguridades y malestares sociales. Pero no solo los expresa, sino que también pretende insuflar esperanza en los perdedores resentidos de la globalización, a pesar de los pobres argumentos ideológicos ofrecidos por estos partidos. Tocqueville ya decía que “en el mundo, una idea falsa pero clara y precisa siempre tiene más poder que una idea que es verdadera pero compleja”. La razón es a menudo un componente débil de los humanos.

La emancipación nacional no vendrá de las extremas derechas. De estas, debemos resguardarnos. Suponen la negación o degradación de unos derechos y libertades, amenazados a veces por instituciones del Estado que deberían defenderlos

El discurso de la extrema derecha no se combate eficazmente apelando a un moralismo universalista (acusaciones de racismo, fascismo, etc.). Cuando existe la percepción de que la clase política es incompetente y de que las identidades culturales y nacionales están amenazadas, los planteamientos universalistas fracasan. “El cosmopolitismo —escribe R. Kaplan en Waste Land (Tierra baldía) — puede ser él mismo antidemocrático”.

Hay que bajar al mundo de los contextos reales y de las políticas concretas en los que vive la población. Y ofrecer soluciones, especialmente a los problemas asociados a la inmigración, sin repetir tediosamente que se trata de una “necesidad”, una “oportunidad” o un “enriquecimiento”. Es necesario que administraciones, instituciones y partidos den respuestas claras y factibles a los problemas que genera la inmigración, uno por uno, problema a problema, en los ámbitos de la sanidad, educación, vivienda, lengua, urbanismo (gentrificación), servicios sociales, trabajo, mundo rural, etc.

La política es casi siempre más complicada que la moralidad: hay que introducir valores y razones no morales, así como otras racionalidades, para entender qué está pasando. Y, sobre todo, incluir datos empíricos que permitan cuantificar los problemas y conocimientos de política comparada para ver qué se está haciendo, por qué y cómo en otros contextos similares. Esto es más difícil de hacer, naturalmente, que mantener meras posiciones morales genéricas. En el caso de Catalunya, se añaden a la ecuación como mínimo cuatro variables más.

En primer lugar, los déficits estructurales de un modelo económico deficiente, basado en el turismo, la restauración y la construcción, todos ellos sectores con poco valor añadido, inmigración alta, salarios bajos (que cotizan poco fiscalmente) y déficits de productividad.

En segundo lugar, Catalunya juega políticamente en campo contrario y en un terreno que siempre está en cuesta. Parece condenada a vivir bajo el peso de los déficits de infraestructuras y de financiación —un 8-9% del PIB es una de las cifras más altas de la política comparada de estados territorialmente compuestos—. Y en el horizonte inmediato, todo apunta a que el famoso “modelo singular” de financiación será la enésima tomadura de pelo por parte del PSOE a los catalanes —junto a las “competencias exclusivas”, infraestructuras varias o Rodalies—.

En tercer lugar, Catalunya tiene un autogobierno escaso y permanentemente tutelado. Es el Estado quien tiene siempre la hegemonía. No hay ni un solo ámbito sectorial en el que la Generalitat pueda fijar los objetivos y las políticas de manera independiente del poder central. De hecho, no puede ni siquiera proteger y desarrollar la lengua propia del país. Una situación que se encuentra en las antípodas de la libertad colectiva que necesita cualquier país para desarrollar el bienestar de sus ciudadanos.

Finalmente, los partidos nacionalistas catalanes están viviendo un momento muy bajo. Todos están encajando mal y cada uno a su manera las consecuencias de un procés que fue un éxito hasta el referéndum de 2017, pero que después la clase política no supo liderar. Con desuniones internas a menudo infantiles, parecen decididos a hacer que el Parlament de Catalunya pase de ser una institución de segunda división a una entidad que juegue la liga de los regionalismos prescindibles.

Visto que en el ámbito de los nacionalismos las izquierdas españolas también son reaccionarias cuando dejan de ser conservadoras, cuesta entender que ERC aún piense que la emancipación nacional del país coincide con las reivindicaciones de unos partidos nacionalistas españoles de izquierdas que, en la práctica, siempre priorizan los intereses del Estado por encima de los de Catalunya. Junts (tema Puigdemont aparte) tampoco presenta hasta ahora un balance muy brillante, mientras la CUP sigue entretenida en sus nieblas autorreferenciales. PSC y Comuns actúan con una lógica más española que catalana.

Y mientras tanto la lengua del país sufre, lo que casi equivale a desnacionalizarse (TV3 como un indicador; también de pérdida de calidad). Una lengua se defiende y promueve cuando resulta necesaria para la vida práctica cotidiana. Y resulta necesaria cuando es obligatoria. El catalán no es ninguna de las dos cosas. En Catalunya (y en Barcelona) hay actualmente una clara falta de proyecto, de liderazgo institucional y de ambición política. Falta perspectiva histórica de futuro. Los partidos catalanistas (incluyendo, incluso, al PSC y Comuns) presentan déficits analíticos y estratégicos. Hace falta una renovación a fondo. De programas, liderazgos, estrategias y alianzas.

Francamente, sería muy extraño, casi un milagro, que con este panorama Aliança Catalana no creciera a corto plazo. Como decíamos, es necesario que los partidos democráticos afronten un modelo claro y, más específicamente, planteen y regulen la cuestión de la inmigración de manera precisa. Sin esconder las dificultades. Es una revisión que están haciendo buena parte de los partidos democráticos europeos.

Hay que rehuir los discursos que resultan vacíos por abstracción, así como los demagógicos vinculados a hechos puntuales. Se trata de vaciedades y demagogias que AC llena muy fácilmente de manera inmediata. La emancipación nacional no vendrá de las extremas derechas. De estas, debemos resguardarnos. Suponen la negación o degradación de unos derechos y libertades, amenazados a veces por instituciones del Estado que deberían defenderlos, y que ha costado muchas luchas y tiempo poder conseguir.