Artur Mas es un hombre bastante reservado. Se rige por un código que pocas veces desvela y que obliga a sus colaboradores a intuir lo que piensa más que saberlo a ciencia cierta. No puedo decir que haya sido amigo de Artur Mas. Jamás he salido a cenar con él o con su mujer ni nada parecido. Mi relación con él ha sido siempre política, digamos profesional. Digo esto porque, ahora que ha decidido retirarse del primer plano de la política, los amigos le salen por todos los lados. Le tengo aprecio, eso sí. Son muchos años de coincidencias y también de discrepancias, cuando las hubo, y eso forja un vínculo que seguramente no se ve ni se nota pero que está ahí. Además, nos une una misma injusticia en cuanto al trato que recibimos por parte de la prensa –y de los adversarios políticos– por nuestra presunta implicación en el caso Palau. No sé qué le va a pasar por la cabeza cuando se haga pública la sentencia del caso Palau. Yo voy a sentir un gran alivio, aunque nadie me restituya la honorabilidad mancillada con insultos de todo tipo.

Conocí a Artur Mas en los albores del año 2006. A penas lo conocía. Puede que lo hubiese saludado en algún acto, pero poco más. Nuestro encuentro se produjo a raíz del “acuerdo global” sobre el proyecto de Estatuto de Catalunya que alcanzaron él y José Luis Rodríguez Zapatero la madrugada del 22 de enero. La reunión, celebrada de forma secreta en la Moncloa, se prolongó durante seis horas, y en el curso del encuentro tanto Zapatero como Mas conversaron telefónicamente con el portavoz de CiU en el Congreso, Josep Antoni Duran Lleida, entonces un aliado necesario al que Mas no ha soportado jamás. Mas le tiene más tirria al antiguo líder democratacristiano que a cualquier otro dirigente político. Duran tiende a la deslealtad, mientras que Artur Mas es por lo general bastante fiel. La lealtad hacia sus amigos de verdad puede que lo haya abocado a fiarse de opiniones no siempre políticas. Mas ha tenido, por supuesto, un entorno político, pero se fía de sus amigos de toda la vida.

Mas le tiene más tirria a Duran Lleida que a cualquier otro dirigente político

El pacto entre Mas y Rodríguez Zapatero marcó la vida política del dirigente catalán tanto como el pacto del Majestic de 1996 entre Jordi Pujol y José María Aznar marcó negativamente las expectativas electorales de CiU en 2003. En la cena de celebración de ese pacto entre el PP y CiU, servida por el chef Fermí Puig (que recientemente se comprometió como candidato de Junts per Catalunya), también estaban Duran i Lleida y Mariano Rajoy con los demás negociadores por ambas partes: Macià Alavedra, Josep Sánchez Llibre y Joaquim Molins, desaparecido recientemente, y Rodrigo Rato, entonces vicesecretario general del PP. El nacionalismo catalán abría así la puerta a la alternancia en el Gobierno español, tras 14 años del PSOE en el poder, a quienes serían los nuevos dominadores de la política española en los años venideros y que al fin asestaron un golpe de muerte a CDC cuando evolucionó hacia el independentismo. En esa fotografía no estaba Artur Mas. Los demás ya saben ustedes como han acabado, especialmente Alavedra y Rato, atrapados por la madeja de la corrupción que fomentó el régimen del 78. Ahí no estaba Artur Mas, insisto, porque el presidente del PDeCAT que ahora se va entonces era un actor secundario, parlamentario desde 1995 y conseller del Govern, hasta que en noviembre de 2000 fue elegido secretario general de CDC por el 11º Congreso del partido, en sustitución de Pere Esteve.

Como digo, conocí a Artur Mas en 2006, después de que servidor publicase el artículo “Salvar els mobles” en la revista El Temps (31/1/2006). Me gusta la política porque estoy firmemente convencido de que sirve para paliar los enfrentamientos armados. Como historiador he estudiado durante años un sinfín de conflictos nacionales que la política no supo resolver a tiempo y acabaron en guerras o en el pertinaz terrorismo de las organizaciones armadas tipo IRA o ETA. Así pues, la osadía de Artur Mas desplazándose a la Moncloa para desencallar las negociaciones sobre el Estatuto de 2006 me pareció que cumplía con lo que la gente pide a los dirigentes políticos, que es que resuelvan los conflictos. Mas entonces era el jefe de la oposición en Catalunya, a pesar de que había ganado las elecciones que acabaron con la investidura de Pasqual Maragall como president de la Generalitat. Llevaba tres años lamentando su mala suerte cuando decidió poner manos a la obra y propiciar un pacto político con el PSOE, que el PP combatió desde el primer minuto. A principios de febrero de ese año, Mas me llamó por teléfono para agradecerme el artículo. Y al cabo de un tiempo, concretamente el 23 de abril del 2006, y recuerdo ese día porque estaba en una de esas recepciones un poco pijas que montó Maragall en el Palau de Pedralbes para sustituir la tradicional chocolatada que había instituido Pujol en el día de su onomástica, Felip Puig me cogió por banda y me propuso encabezar una plataforma a favor del Estatuto, pactada con el PSC, junto a Rosa Cullell. Ella y yo seríamos los portavoces de una asociación denominada “Estatut, jo sí” e impulsada por Miquel Caminal, Helena Guardans, Josep María Solé Sabaté, Enric Canals y Toni Berini, y que reunió a cerca de 900 personalidades.

No ponerse al frente de la lucha contra la corrupción ha sido el gran error de Mas

Fue entonces cuando empecé a frecuentar a Artur Mas. Poco, hasta que un día de diciembre de 2007 volvió a llamarme, después de su conocida conferencia del 20-N, y me propuso dirigir la Casa Gran del Catalanisme, un invento, según parece, de Francesc Homs, con un nombre horrible, que yo pilotaría desde una renovada Fundación Trias Fargas. Dudé, especialmente porque ya entonces era consciente de que las fundaciones de los partidos no siempre son trasparentes. Acepté, como le comuniqué a Mas, “porque por primera vez en estos últimos años alguien se plantea una estrategia política a largo plazo”. Pedí que cerraran la antigua fundación y que crearan otra. Me dijeron que no y entonces acordamos que le podía cambiar el nombre, y pasó a llamarse Fundació Catalanista i Demòcrata (CatDem), y que mi implicación sería desde un punto de vista político, sin inmiscuirme en absoluto en las cuestiones administrativas y económicas. Acerté, visto lo visto. No es que Mas supiera algo de cómo funcionaba esa fundación, pero el próximo lunes se verá la sentencia de lo que acabó siendo el telón de Aquiles de Artur Mas. El 3%, y todo lo demás, se convirtió en un lastre para CDC, puesto que los tejemanejes de Oriol Pujol y sus allegados acabaron por hundir el proyecto político que había fundado su padre. No ponerse al frente de la lucha contra la corrupción ha sido el gran error de Mas. Si uno no quiere tener amigos en la política, por lo menos debe estar seguro de la honestidad de los que lo rodean. Mas debería haber actuado sin piedad. El perdón para los que delinquen no es cosa que incumba a los mortales.

Mas es un político antipolítico. No es ningún juego de palabras

El 27 de septiembre de 2012 publiqué en El Punt Avui el artículo “El sobiranisme de vellut”, con el que intenté explicar lo que denominé masismo y que nunca llegó a cuajar por incomparecencia del protagonista. Mas es un lobo solitario, a quien no le gusta que le lleven la contraria, que cree en el esfuerzo individual. La política es todo lo contrario. Los líderes se forjan solos pero necesitan ser amados por las masas si quieren permanecer en el poder. Me acuerdo de un día en el que al volver yo de un viaje a Estados Unidos, cuando él ya era presidente, le enseñé unos vídeos sobre los discursos que Barack Obama daba en distintos lugares y cómo se movía en el escenario. Le dije que todo estaba estudiadísimo y que él debería aprender a hacer lo mismo. Me miró y con su mejor sonrisa me dijo: “¿Pero tú crees que yo soy un payaso?”, mientras cerraba la tapa del ordenador con mucha parsimonia. Le devolví la pelota con un revés un poco impertinente: “¿Y tú crees que Obama lo es? Decide cosas mucho más importantes que las que se deciden en este despacho”. Y sin embargo, Mas es capaz de formular frases de una densidad extrema, como aquella que pronunció en plena campaña electoral de 2010 y que reproduje en mi artículo: “El futuro no es un regalo, es una conquista”. Mas no es ningún determinista, cree en el esfuerzo como forma de superación que incluso se autoimpone. Y por eso creyó que con una gestión más o menos eficaz de la crisis económica, que diseñó el genio Andreu Mas-Colell, el mejor economista que ha dado este país y quien no obstante es muy poco político, podría ganar las elecciones que se convocaron en 2012. Salvo Angela Merkel, que es un monstruo político que sabe poco de economía, los que se apuntaron a la política de recortes impuesta por Alemania sucumbieron y se dieron un batacazo de padre y muy señor mío. Mi opinión entonces ya era, aunque nadie me preguntó nada, que CiU se llevaría la peor parte en unas elecciones convocadas con oportunismo. Y así fue: CiU perdió 12 diputados y el sueño de la mayoría absoluta. A Mas le pasó en 2012 lo que le ha ocurrido a ERC en la campaña del 21-D: el exceso de confianza se paga. Decía Winston Churchill que la “política es casi tan emocionante como la guerra y no menos peligrosa. En la guerra nos pueden matar una vez; en política, muchas veces”.    

A Artur Mas lo persigue con saña la justicia por dar la voz al pueblo y propiciar un proceso que hoy está en manos de Carles Puigdemont y que van a protagonizar otros y otras siglas

El masismo es, al fin, el propio Mas. Su evolución. Mas es un político que va quemando etapas, en una especie de work in progress, a partir de unos cuantos fracasos. Mas es un político antipolítico. No es ningún juego de palabras. Me lo reconoció él mismo el día del famoso paso hacia un lado de 2015 en los pasillos del Parlament. Se fio de quienes tampoco razonan políticamente porque son gente salida de ambientes antisistema por naturaleza. Tomó la decisión solo, supongo. Reconozco que me pidió opinión y le dije que abandonara porque este país no podía permitirse repetir elecciones. El trato que la política ha dado a Mas es injusto, lo sé. Cuando Mas ya había abrazado el independentismo y podía convertirse en el líder del soberanismo moderado y de todos los conversos que han aupado el independentismo hasta el 49 y pico por ciento del electorado, la izquierda y, en especial, la extrema izquierda, lo mandó a la papelera de la historia con gran regocijo de los unionistas, que siempre esperan a que sean los independentistas los que cercenen sus propias filas. Hay mucho imbécil que ridiculiza el 9-N y va por ahí dando lecciones de valentía de salón. A Artur Mas lo persigue con saña la justicia por dar la voz al pueblo y propiciar un proceso que hoy está en manos de Carles Puigdemont y que van a protagonizar otros y otras siglas. Mas es un hombre entregado al futuro a quien, a veces, le cuesta divisar los cambios históricos. La táctica ha matado a menudo al estratega. Vuelvo a Churchill, que fue un político sabio, a pesar de que se equivocó muchas veces: “El éxito es la capacidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo”. A Artur Mas últimamente se lo veía muy triste.