En un artículo de 1998, el gran Josep M. Espinàs, de quien acabo de leer Una vida articulada (y aquí abro un paréntesis para agradecer a Isabel Martí que me regalara esta espléndida compilación de los artículos publicados entre 1976 y 2012), afirmaba que los catalanes “hemos demostrado que sabemos hacer y que sabemos deshacer, pero nos cuesta aprobar la asignatura de rehacer”. Espinàs habla en un sentido general, sin entrar en detalles. Pero tiene razón. Aquel famoso verso de J.V. Foix y todo el mundo repite, “M’exalta el nou i m’enamora el vell”, que incluso he visto estampado en una lápida en el tronco de un árbol plantado ante la multinacional armamentista Indra, nos podría llevar a creer lo contrario, que la creación y la conservación son las pautas predominantes en el comportamiento de este país. Lo dudo.

La primera vez que viajé a Boston y subí a uno de los viejos y destartalados tranvías que van y vienen por Commonwealth Av., le dije a quien me acompañaba: “en Barcelona el Ayuntamiento habría cambiado estos viejos vagones por lo menos dos veces. Los barceloneses exigen que todo esté reluciente, sin mácula”. Cuando yo era un niño iba a la escuela con el tranvía que subía por la calle de Aribau y que se parecía mucho a los que circulan por Boston. En 1971 los tranvías fueron suprimidos, no recuerdo muy bien por qué, y la única línea que se mantuvo fue la del Tramvia Blau, en el Tibidabo. En 2004, treinta y tres años después de la supresión del tranvía en Barcelona, el alcalde Joan Clos inauguró tres líneas —T1, T2 y T3—, con origen en la plaza de Francesc Macià, con la intención de conectar el área metropolitana con Barcelona. Le siguió la inauguraron de otras tres líneas —T4, T5 y T6— para completar la conexión, digamos, periférica. Ahora, como ustedes saben, todavía no se ha llegado a ningún acuerdo sobre por dónde alargar la línea de la Diagonal y que está pensada para conectar los dos extremos de la ciudad. Pues bien, la supresión y el renacimiento del tranvía barcelonés demuestra hasta qué punto a los catalanes nos gusta más crear y destruir que rehacer.

Somos el resultado del espíritu de frontera de los exploradores, pero hemos resuelto mal la cuestión nacional

La historia de Catalunya traduce exactamente el mismo comportamiento. La creatividad nacional es potente, en un sentido individual, eso nadie lo pone en duda, y también colectivo. La excelencia de los grandes pintores y arquitectos, los muertos y los vivos, es reconocida en todo el mundo. Dices Picasso y Gaudí y la gente los identifica. Pero es que dices Ferran Adrià, el dios de los cocineros, y su fama es planetaria. A todos ellos se los identifica con Barcelona, porque durante años Catalunya no existió como forma de identificación nacional de los creadores catalanes. La reivindicación de la catalanidad de los artistas e intelectuales barceloneses es más bien reciente y es consecuencia del combate político. La marca España se ha integrado de forma natural a los escritores catalanes que escriben en español, pero ha marginado a los que escriben en catalán, y ha convertido en castellanos a los mudos, quiero decir a los cocineros. La marca España ya sabemos qué quiere representar y no es precisamente el pluralismo cultural de la piel de toro. Este fue el sueño de otro poeta: Salvador Espriu. España es una y no cincuenta y una, debían de pensar los catalanes que cantaban “yo soy español, español, español...” en una multitudinaria manifestación antisoberanista que reunió en un mismo espacio a comunistas y falangistas. Cada nación tiene su sistema de partidos y a partir de esto también se puede observar la adscripción nacional de cada cual.

Catalunya es un país de paso, abierto al Mediterráneo, y por eso ha acogido a un montón de pueblos y culturas. Somos el resultado del espíritu de frontera de los exploradores, pero hemos resuelto mal la cuestión nacional. En el siglo XVII, momento en que arrancó en Inglaterra el nacionalismo, no conseguimos la independencia porque el Mediterráneo ya no podía competir con el Atlántico. Entre Portugal y Catalunya, los ingleses eligieron a los lusos, la porción de tierra que abría el comercio con América. Y una cultura sin Estado es, sencillamente, una anomalía. Catalunya lo es, a pesar del peso demográfico de las diversas oleadas migratorias que podrían haber provocado la desaparición del idioma. Esta anomalía es de los pocos fenómenos sociales que no ha seguido la pauta de la creación y la destrucción. Las revueltas sociales, las guerras y una pléyade de revolucionarios han dominado la Catalunya contemporánea. De una manera regular se han cometido atrocidades y se han quemado iglesias. “Rosa de fuego” es el apodo internacional con el que fue conocida Barcelona a raíz de los sucesos de la Semana Trágica de 1909. En Bruselas, precisamente, los belgas erigieron en 1911 un monumento a Francesc Ferrer i Guàrdia por subscripción popular y en noviembre de 1913 se formuló una petición internacional para revisar el caso. La reacción española fue furibunda, hasta el punto de que Alfonso XIII anuló la visita prevista a la Exposición Universal de Gante y maquinó para que desmontaran el monumento, obra del arquitecto Adolphe Potente y del escultor August Puttermans. Lo desmantelaron los alemanes en 1915, en plena ocupación. En 1919 la estatua fue recolocada y todavía está ahí, ante el paraninfo de la Universidad Libre de Bruselas. En el pedestal se puede leer: “Francisco Ferrer fusilé à Montjuich le 13 octobre 1909, martyr de la Liberté de Conscience”.

La pervivencia del catalán es el gran triunfo de las clases populares de este país

La catalanidad, en cambio, se ha defendido en la calle sin sobresaltos, rehaciéndola a cada paso, y prácticamente sin ningún aliado internacional, más allá de la solidaridad de las naciones sin Estado. La pervivencia del catalán es el gran triunfo de las clases populares de este país. La fidelidad del pueblo a la lengua ha sido infinitamente superior a la de las clases altas. ¿Eso es así, ahora? No lo sé. Este es un debate abierto en el que los mandarines de un sector de la izquierda independentista —Enric Marín y Joan Manuel Tresserras, por ejemplo— se posicionan reclamando una identidad posnacional que no resuelve nada. Obvian el problema de la catalanidad con una fórmula de laboratorio más próxima al soleturismo que al catalanismo popular definido por Josep Termes, a pesar de que ahora se sientan eufóricos porque ERC ha superado por mucho a Catalunya en Comú en comarcas como el Baix Llobregat (92.000 votos para los republicanos y 47.000 para los comuns), que incluso es un mejor resultado que el que obtuvo ICV en 2012 (51.000 votos). La presencia de Súmate seguro que los ha ayudado. Pero la existencia de entidades como esa no es un buen augurio, por lo menos para la lengua catalana, porque traduce que sufrimos algún tipo de déficit en la cultura nacional al no conseguir socializarla ni entre los independentistas. Esta es una discusión que deberemos abordar sosegadamente, sin intentar destruir al otro. Tiempo atrás leí un artículo de José Rodríguez, Trinito, candidato de ERC en las últimas elecciones, en el que afirmaba que el independentismo ha abandonado el paternalismo de promover un independentismo “en castellano” de forma artificial porque finalmente ha entendido que existe una masa de votantes que son como él, para quien el castellano es su lengua propia y de uso habitual, pero que se siente cómodo escribiendo artículos en catalán en El Punt Avui. Para que nos entendamos, es el modelo Rufián. Y esto que el autor presenta en positivo, a mí me parece negativo porque es una forma de segregación, en especial si, como ocurre a menudo, la competencia lingüística en catalán de esos catalanes castellanoparlantes es menos sólida y fluida que el dominio que tienen los catalanes catalanohablantes del castellano.

La catalanidad articulada en torno a la lengua está dejando de ser el nervio de la nación por propia voluntad de algunos independentistas

La catalanidad, representada por la lengua, no es un rompecabezas. Ni puede serlo. El occitano ha dejado de existir, si exceptuamos los esfuerzos de algunos araneses por mantenerlo en una Catalunya autónoma, porque fue sustituido por el francés, la lengua del Estado nación. Los irlandeses perdieron la lengua a cambio de ganar el Estado. Es una opción. El movimiento catalanista, hoy soberanista, tiene una salud de hierro. La catalanidad, en cambio, aquella catalanidad articulada en torno a la lengua está dejando de ser el nervio de la nación por propia voluntad de algunos independentistas. Ganar el Estado a costa la nación, vendrían a decir. Me cuesta adherirme a un planteamiento como ese, a pesar de que esté dispuesto a rehacer el contrato social que antes se resumía con la máxima “que es catalán todo el que vive y trabaja en Catalunya y quiere serlo”. No me pondré antropológico, pero esta definición de quién es catalán y quién no, que socialmente es impecable y se inspira en Renan, no aporta ninguna solución al problema de fondo, que es preservar la catalanidad. Esa catalanidad que defendieron históricamente las clases populares de este país, puesto que forma parte del conflicto social. Solo los marxistas, aunque no todos, disocian clase y nación. Ciudadanos, que es un partido de derechas y étnico, gana en Pedralbes y en algunas ciudades del antiguo cinturón rojo porque ha enarbolado la bandera de la españolidad para combatir al independentismo y porque la izquierda clásica, la estatista, se ha emperrado en separar la nación de la reivindicación social. Lo comprobamos la noche electoral: los dirigentes del partido naranja se dirigieron a los asistentes a la celebración de los 36 diputados obtenidos solo en castellano. El problema de fondo de esa forma de actuar se resume en una pintada que observo cada mañana cuando salgo de casa: “catalanes de mierda”. Estoy convencido de que el autor de la pintada ha nacido aquí. Vamos, que no es un inmigrante como seguramente lo eran sus padres o sus abuelos, sino que es un catalán pata negra, ciudadano de este país, aunque se socializa en castellano y siente España como la nación imaginada mientras que para él Catalunya es solo un nombre geográfico y poco más. No sé si me explico.

 

Hoy el artículo me ha salido largo. La franqueza es imprudente, nos advierte Espinàs en otro de sus artículos. Pero a veces hay que aventurarse a serlo para poder proferir en voz alta algunas verdades que, ciertamente, desafinan ante lo políticamente correcto que hoy impera entre algunos independentistas y, sobre todo, entre los federalistas de izquierda. Será necesario que alguien piense en lo que les acabo de describir, porque el despliegue de la República también comporta resolver este tipo de problemas. Entretanto, les deseo lo mejor para el 2018, sin presos políticos ni exiliados.