El mes de mayo Sevilla se viste con el color azul violáceo de la jacaranda. Las grandes avenidas que se abrieron paso con la Expo del 92 están delimitadas en sus márgenes por este árbol, con nombre guaraní, cuya flor sobrevive poquísimo, escasamente una semana. La flor de la jacaranda da a la capital andaluza ese aire exótico que tienen algunas capitales sudamericanas. Sevilla es una ciudad amable. Asequible, de gente que va y viene, donde el empleo sale, según se puede leer en las páginas de ABC, de los bares y la administración, según el diagnóstico realizado por la comisión ejecutiva del Plan Estratégico Sevilla 2030, que presentará próximamente el alcalde Juan Espadas, del PSOE. La jacaranda mira al transeúnte desde lo alto de la primavera.

Hace tiempo leí un artículo de Francisco Robles que recordaba, precisamente a propósito de ese azul intenso de la flor de la jacaranda, la frase de Goethe que nos indica que el color es el sufrimiento de la luz. Y, sin embargo, también es luz. Esa gama de sensaciones que dominan nuestro ánimo con una paleta rebosante de matices. Acudí al tercer encuentro Letras en Sevilla, auspiciado por Cajasol, y dirigido por Arturo Pérez-Reverte y Jesús Vigorra a principios de esta semana. Fui sustituyendo a la diputada Laura Borràs, que finalmente tuvo que declinar la invitación. En la tercera edición de estos encuentros estaba previsto hablar de España. De si España era un mito o una realidad. Mi participación fue el martes pasado y debía compartir el entarimado con dos ilustres españoles, un gallego y un vasco, que lo son por convicción. Por sentimiento pétreo, según descubrí después. Lo sustantivo es España. El adjetivo es lo otro, lo aldeano, lo que no tiene la más mínima importancia.

El edificio de la Fundación Cajasol está ubicado en el centro de Sevilla, detrás del Ayuntamiento, en la antigua sede de la Audiencia, que antes había albergado una cárcel y después fue la sede del Colegio de Abogados. Cuando llegué a la plaza San Francisco, con el sol ya declinante, el patio central estaba repleto de gente que se agolpaba para escuchar a Alfonso Ussía, el nieto del dramaturgo Pedro Muñoz Seca, que fue fusilado en 1936, como él se encargó de recordar, en Paracuellos del Jarama. El fascismo español tiene algo de jocoso y Ussía hizo las delicias del público contando chistes racistas y machistas con el desparpajo que da el descaro. Pero en algo llevaba razón ese Ussía políticamente incorrecto: querer retorcer las palabras es una práctica torticera. Calificó de imbécil a José-Luís Rodríguez Zapatero por lo de la memoria histórica y reconozco que no estuve atento y no vi si los socialistas allí presentes le aplaudieron. En todo caso, Ussía dijo respetar mucho más a Alfonso Guerra que al Niño de la Capea socialista.

Pensé que la próxima vez puede que tome ejemplo del rapero Valtonyc y me largue a Europa para huir del acoso españolista 

No me extraña. El día anterior, el otrora martillo de herejes del PSOE se despachó a gusto con un nacionalismo españolista, con acento andaluz, que sólo superó Paco Vázquez, antiguo alcalde de A Coruña (ese topónimo que tanto le molestaba) y ex-embajador en el Vaticano durante la sesión que compartió conmigo y con Fernando García de Gortázar, el historiador jesuita, o al revés, porque en sus libros eso no queda claro, quien en el debate repitió en varios de los rifirrafes verbales algo que me pareció el preludio de un maltrato. “Cataluña es mía”, dijo con verdadera obsesión. Es suya y por eso puede hacer con ella lo que le plazca. García de Gortázar tuvo algo más de educación que Paco Vázquez, que se puso a contar mentidas por todo lo alto, emulando a Arcadi Espada que regaló al público un vendaval de falsedades y sandeces sobre Catalunya y los catalanes que no piensan como él.

Durante las dos horas que estuve sentado frente al numeroso público, que no sé si eran funcionarios o camareros, o profesores universitarios y altos cargos de la Administración andaluza, tuve que aguantar desde el primer minuto los abucheos de quienes sentían por mi un gran desprecio, no por quien yo era sino por lo que representaba. La bicha. El palo con el que se parten la crisma los duelistas del cuadro de Francisco de Goya, pintado durante el Trienio Liberal, La riña. Ese duelo a garrotazos que presidía el encuentro sevillano que significó una especie de sesión de tortura al que algunos cronistas del unionismo han querido dar la vuelta para victimizar a los que, en verdad, asistían a una tarde de Sabbat en la que yo era el macho cabrío, el demonio cabrón, que está intentando convertir en bruja a una joven (¿España?) en otra de esas pinturas negras que Goya tenía colgadas en la Quinta del Sordo. El Aquelarre, así se llama ese cuadro y que define a la perfección lo que viví en Sevilla.

Mi suerte fue que al acabar la sesión de improperios, un granadino ilustrado, amante del diálogo quiso invitarme a tomar una caña para sobreponerme de una embestida que merecía mejor víctima. No bebo alcohol, pero la charla me resultó tan balsámica como ese azul violáceo de la jacaranda que me había cautivado solo con bajar del avión. Pensé que la próxima vez puede que tome ejemplo del rapero Valtonyc y me largue a Europa para huir del acoso españolista sin seguir el consejo de Julio Anguita, quien también platicó sobre esa España que le hiela el corazón, cuya receta es aproximarse a Latinoamérica para asaltar la UE de los mercaderes, dominada por los conservadores. Los mismos conservadores, por cierto, que le aplaudieron los guiños españolistas y que llenaban la sala de una arquitectura más falsa que un duro sevillano. O por lo menos lo es tanto como el Liceu, pues fue reconstruida después de un muy virulento incendio.